Una entrevista exclusiva con el antiguo secretario de Juan XXIII, monseñor Loris CapovillaCada año, durante todo su pontificado, Pablo VI le escribía personalmente en Navidad, en Pascua y el 3 de junio, el día de la muerte del papa Juan XXIII, que tuvo lugar en 1963, poco después de dar el empujón inicial a ese acontecimiento trascendental en la historia de la Iglesia que fue el Concilio Vaticano II.
Monseñor Loris Capovilla, arzobispo emérito de Chieti-Vasto y secretario de Roncalli desde 1953, cuando era aún Patriarca de Venecia, mantiene vivos aún, desde la casa de Camaitino a Sotto il Monte (Bérgamo), el pensamiento y la voz de Juan XXIII.
El lunes después de Pascua, le sorprendió allí una llamada personal del papa Francisco, como él mismo lo cuenta en esta entrevista en dos partes, que concedió muy cordialmente a la edición italiana de Aleteia, y que ofrecemos también a nuestros lectores en español.
Muchos encuentran muchos parecidos entre el papa Juan y el papa Francisco.
Al final de mi vida tengo la impresión de que algunas intuiciones del papa Juan han vuelto a ser puestas hoy sobre la mesa por el papa Francisco.
En el discurso a los embajadores que presentaron las credenciales hace unos días, dijo que la Iglesia debe preocuparse de forma particular de los últimos.
Ha repetido la misma frase del Papa Juan en el radiomensaje un mes antes de la apertura del Concilio, el 11 de septiembre: “La Iglesia es de todos y nadie está excluido, pero es particularmente la Iglesia de los pobres”.
Alguien ha dicho que esta es demagogia, pero ¿dónde está la demagogia si tu hermano se muere de hambre?
Es un gran discurso que los que se quieren llamar cristianos deben vivificar dentro de ellos: no contentarse sólo con aplaudir al Papa.
Ambos pontífice parecen iguales también en las actitudes…
También Francisco, al acercarse a las personas no da la impresión de preguntarle si es católico o si va a Misa todos los domingos, sino que en primer lugar ve en él una criatura de Dios, un hombre, una persona que tiene derechos inalienables que son el derecho a la escucha y al respeto, en todo caso, a la buena relación, a intentar la amistad.
Me impresionaron las imágenes del Papa en el reformatorio de Casal del Marmo el Jueves santo: un viejo sacerdote arrodillado lavando los pies de esos chicos, no echando un poco de agua, sino lavándolos de verdad, besándolos y mirando a cada chico a la cara.
Uno de ellos le preguntó: “¿para qué has venido?”. “He venido porque me lo manda el amor –respondió Francisco-, porque también tengo que ocuparme de ti”. Pero ¿no es esto lo que espera el mundo? ¿No es esto en lo que confiamos?
¿Es verdad que el Papa Francisco le llamó por teléfono?
Creía que era una broma porque era el uno de abril (día de las “inocentadas” en Italia), el pasado lunes de Pascua. Hacia las 19,30 sonó el teléfono, yo contesté y de la otra parte dicen: “Monseñor Capovilla, soy el papa Francisco”.
Había marcado él el número, sin pasar por la centralita, porque monseñor Comastri le había dado mi recordatorio para el Año de la Fe en el que yo había escrito: “Con el Papa Francisco, celebramos el cincuentenario de la Pacem in terris (11 abril 2013) y del tránsito de Juan XXIII (3 junio 2013)”.
“Usted me invita a hacer memoria – me dijo Francisco – y yo le doy las gracias”. “Ya que estamos en conversación – añadió – le pido un favor: rece al Papa Juan para que yo sea más bueno”. Sencillo como la oración de un niño.
Usted fue durante diez años el secretario del “Papa Bueno”…
En primer lugar, yo no me considero secretario del Papa Juan, confidente mucho menos, amigo… no me atrevería a usar términos semejantes.
Yo uso uno que él me daba a mí llamándome “contubernale”, en latín, es decir, el que vive comiendo un trozo de pan en la mesa de su señor, y si es un sacerdote, un eclesiástico, reza, celebra la Misa con él, le escucha y sólo habla si se le pregunta.
La relación Roncalli-Capovilla, desde Venecia, ha sido siempre esta: yo te hablo con confianza, como si hablara conmigo mismo; y si lo que te digo te gusta, di “muy bien, eminencia”; si tuvieras alguna reserva no debes decirme “ah, no, no está bien”, te pregunto yo. ¿Entiendes la pedagogía?
Por tu silencio, él sabe que no estás de acuerdo. Después te pregunta y puedes decir todo lo que tienes en el corazón, en la mente: cuando acabas de dar tu consejo, él dice “vale, ahora escucharé también a otros”.
Al papa Juan le gustaba escuchar a los que pensaban distinto de él, expresándose con libertad. Más allá de tradicionalistas y conservadores, en primer lugar estaba el respeto al hombre y a sus opiniones: no quiere decir que luego estuviese obligado a asumirlas, pero era muy importante que la persona se pudiera expresar.
¿No empezó así el trabajo del Concilio Vaticano II? Una carta amplia, respetuosa, enviada a todos los obispos para que expresaran su opinión sobre lo que consideraban que era más urgente para la Iglesia de entonces.
¿Qué otras características tenía el Papa Roncalli?
La noche de su elección, el 28 de octubre de 1958, cuando Roncalli volvió desde la Logia de San Pedro, contó que no había podido distinguir mucho a la gente que estaba en la plaza porque le cegaban las luces y los focos de la televisión.
Al volver dentro, sin embargo, se encontró cara a cara con la Cruz que le había precedido en el momento de la bendición: “me pareció que Jesús me mirara y me dijera: ‘Angelino, has cambiado de nombre y vestido, acuérdate que si no eres manso y humilde de corazón no verás nada. Ni de la vida de la Iglesia ni de la historia del mundo’”.
Manso y humilde de corazón, estas fueron sus características; el sumergirse siempre en lo eterno, no en lo contingente, en las cosas que pasan. Pero como todas las personas mansas podía ser también inamovible.
Cuando esa noche le dije; “¡Santo Padre, qué gran día hoy!”, me respondió: “Sí, pero qué gran humillación”. “¿Por qué?”. “Verme en el trono de la Capilla Sixtina y dejarme besar los pies incluso por los cardenales más ancianos que yo… ¡no quiero esto!”.
Yo, prudente, le aconsejé que dejara un poco las cosas como estaban pero él repitió: “¡No lo quiero!” y abolió en seguida ese gesto.
Habrá sido el Papa “bueno”, pero cuando decía “no”, era “no”. Un poco como ha hecho el papa Francisco con la cruz y con la estola de armiño.
Después de cincuenta años de la Pacem in terris, ¿somos algo “más buenos”?
Por desgracia aún estamos bien armados y la industria bélica sigue, pero los cristianos deberían poder soñar que la paz no es una utopía y que puede haber una encarnación de la paz en la familia humana.
Después de la I guerra mundial se hizo el pacto Briand-Kellog, poco conocido pero al que se adhirió también Italia, sobre la eliminabilidad de la guerra. La tesis sobre la que se basaba era: si a un instituto jurídico le faltan los motivos para existir, ¿puede morir?
Hoy la esclavitud ya no existe legalmente, ni tampoco la servidumbre de la gleba o el duelo. ¿Puede pensarse que la guerra no debería existir por fuerza por el hecho de que haya existido siempre? Sería bueno educarse en esto.
Cuando Juan XXIII fue enviado a París como nuncio apostólico en 1944, el primero de todos en esperarle en el aeropuerto de Orly era el embajador turco.
Y sin embargo, durante todo el tiempo que estuvo en Turquía como administrador apostólico había tenido que renovar el visado cada seis meses porque no se le reconocía como representante del Papa.
No sólo, sino que apenas elegido Papa, la Turquía laica pidió inmediatamente instaurar relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Fueron las buenas relaciones de Roncalli con todos y en todos los países a los que fue enviado lo que permitió esto.
A un periodista le dijo: “por educación y por vocación, donde pongo el pie pongo también mi corazón”. Y esto nos lo enseña el Evangelio.
El “papa de transición” asombró a la Curia y a todo el mundo con el anuncio de la convocatoria de un concilio ecuménico. ¿Por qué lo consideró urgente para la vida de la Iglesia?
El papa Juan era consciente – y este es el sentido de la colegialidad que Francisco ha hecho visible con la institución de la comisión de los nueve cardenales– de que un hombre solo no es suficiente para comprender la complejidad del tiempo y de las culturas.
Tenía buenos colaboradores a quienes estimaba pero decía: “no somos suficientes para esta gran empresa”.
El Concilio nace para esto, para comprender juntos cómo debe responder la Iglesia a las expectativas de su tiempo. “No es un proyecto humano –decía Roncalli– sino que Dios nos guiará”.
Era consciente de que probablemente no lo habría llevado a término: “Yo lo empiezo– afirmaba – ya es un gran honor que Dios me haya inspirado esto. Responder sí a una inspiración, ponerse en camino, ya es mucho”.
50 años después del Concilio ¿hay algo en su realización que no le habría gustado a Juan XXIII?
Él dijo “caminemos juntos” y “cuando seamos cristificados, todo se resolverá más fácilmente”. ¿Cómo? Hay algunos ejemplos.
Cuando era sacerdote joven nunca me habría podido imaginar la visita del patriarca ecuménico Bartolomé, y sin embargo se produjo hace unos días.
Creo cada vez más que es cierto lo que dijo el escritor Francois Mauriac, que estaba en la plaza de San Pedro la noche del 11 de octubre.
Cuando oyó las palabras de Juan XXIII “mi persona no cuenta nada, es un hermano convertido en padre para hacer la voluntad de nuestro Señor, pero la fraternidad y la paternidad es todo uno, es gracia de Dios, todo, todo”, escribió: “me pareció verlo venir en medio de nosotros, y comprendí que con ese gesto y con esas palabras, él había abierto en el muro compacto de la separación, no una brecha, pero sí una fisura. A través de la fisura pasó el Espíritu y ahora sé que las palabras de Jesús ‘una sola familia, un solo rebaño, un solo pastor’, se cumplirán”.
Quizás dentro de milenios, no pasado mañana, ¿quiénes somos nosotros? Mil años ante Dios son “un ayer que pasó”.
Tantum aurora est, dijo Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio: “Es sólo la aurora”. Estamos en los comienzos.