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¿Hay sitio en la Iglesia para quien no cree?

Elton Chitolina - publicado el 26/07/13
Para creer libremente en lo que quiera que sea (o en lo que quiera que no sea), es necesario usar la razón

Al final, en sentido amplio, la fe es justamente un acto de creer, de dar crédito a intuiciones o posibilidades sobre las cuales no se tienen pruebas empíricas. ¿Existe vida fuera de la Tierra? ¿Existió la civilización de la Atlántida? ¿El hombre pisó la luna? ¿Es posible la telepatía? ¿El ser humano es el ápice de la evolución? ¿Existe Dios? ¿Mi mujer es fiel?

Dar crédito es siempre una apuesta. René Descartes propuso la duda metódica al respecto de la existencia de él mismo, y la solución que encontró, grosso modo, no deja de ser una apuesta, un acto racional de “fe pragmática”: podemos no tener certeza ni siquiera de que nosotros mismos no somos una simple alucinación, pero es más sensato y práctico creer que incluso existimos. En el caso de Dios, tanto apuesta quien cree como quien niega, ya que no tiene pruebas científicas conclusivas ni de la existencia ni de la inexistencia divina. Sea contra, sea a favor de Dios, hay solamente indicios, tesis y… fe. E, interesante ironía, dado que la “no prueba” es insuficiente para negar tanto cuanto para afirmar, ser ateo, técnicamente, también es un acto de fe.

Para creer libremente en lo que quiera que sea (o en lo que quiera que no sea), es necesario, sin embargo, usar siempre la razón. La fe no racionalizada no es libre. Creer de manera acrítica es un gesto más de ignorancia que de genuina búsqueda de sentido. La pseudo fe tiene muchos niveles, que van de la mera credulidad ingenua hasta las supersticiones más irracionales, pudiendo llegar al fanatismo fundamentalista y dogmático más opuesto a una búsqueda verdadera de sentido para la existencia. De nuevo, esto vale tanto para los fanáticos religiosos como para los fanáticos antirreligiosos.

Y supongo que todo mundo tiene dificultades para creer en aquello que no hace sentido a su razón. En este caso, el nivel de desarrollo de las facultades de la lógica y de la crítica de cada persona es lo que va a definir la cantidad y calidad de las cosas en las que ésta acredite o desacredite.

Para mí, por ejemplo, muchas cosas de las doctrinas de todas las religiones parecen increíblemente absurdas. Otras muchas cosas, incluso, ultrapasan el límite de lo ridículo.

Descontando los extremos más descabellados y mitológicos, todavía queda, sin embargo, un “núcleo de misterio” que me despierta una gran fascinación.

No es una fascinación sólo intelectual. Son inquietudes, ansias, anhelos, que van más allá de lo meramente neuronal.

Hacen parte, tal vez, de esa misma dimensión en que se manifiestan realidades difíciles de explicar, como el propio hecho de la fascinación en sí misma, del asombro, del estupor, o de experiencias como el amor, la bondad, la capacidad de sacrificio por el otro, la sensación de paz, la angustia, el ansia de totalidad, la profunda insatisfacción que se transforma en deseo de trascendencia, de ir más lejos, de romper las barreras de tiempos y espacios, de alcanzar un grado total de plenitud personal. El deseo de sentido. ¿La razón solitaria, con base en los contenidos que es capaz de entender, conseguiría satisfacer completamente esos anhelos que parecen tan claramente superarla?

Son preguntas no respondidas que me mantienen abierto a la posibilidad de algo mayor que el ámbito de existencia que puede ser medido por la física, por la química y por la matemática. Son las mismas preguntas que llevaron al físico indio Amit Goswami, PhD en Física Nuclear, hijo de un gurú hindú, materialista hasta los 45 años, a considerar científicamente muy improbable que todo lo que existe haya surgido por casualidad a partir de una explosión de la nada sin ninguna causa, así como poco plausible que la nuestra sea la máxima inteligencia en todo un universo que se habría auto-ordenado racionalmente por obra de una pura casualidad.

Tengo la certeza (con base en la “fe”, claro) que en esta Jornada Mundial de la Juventud, hay muchos católicos que sienten lo mismo que yo. Y tengo la misma certeza que, fuera de la JMJ, tal vez intentando disminuir su significado más intrigante, muchos no creyentes, en el fondo, también se sienten así.

En el libro “Entre el cielo y la tierra”, que es una especie de entrevista del entonces cardenal Bergoglio al rabino Skorka, el hoy Papa Francisco revela que, al conversar con ateos y agnósticos, él no habla sobre Dios. Sólo pregunta si ellos están dispuestos a “combatir las injusticias contra los más desamparados del sistema”, “porque esto le basta”. Él cuenta además que, cierta vez, una señora lo buscó para decirle que su hijo había abandonado la fe. Bergoglio le preguntó:

-¿Él continúa siendo una buena persona que se interesa por los otros?

-Sí.

-Entonces quédese tranquila. Su hijo continúa creyendo en lo que tiene que creer.

Si la Jornada Mundial de la Juventud es un evento abierto también a los que tienen dudas, pero están en busca de sentido, ésta parece estar en buenas manos. Yo, por lo menos, tengo fe en este argentino.

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