El director norteamericano dialoga sin complejos con las preguntas centrales del ser humanoVerbalmente hermético ante el mundo, sólo comunica con sus intrincadas, poéticas, geniales, contundentes, magnéticas y metafísicas películas. Terrence Malick (Illionis, Estados Unidos, 1934) transita por la estela de Tarkovsky para abordar la eterna relación de Dios con el hombre, de cuál es nuestra naturaleza y qué perseguimos con nuestros encuentros y desencuentros con el Creador del Cosmos.
Malick, que nunca concede entrevistas, levanta siempre expectativas en crítica y público (no el gran público, que le interesa poco como globalidad), pues nunca deja indiferente: los primeros le alaban o denostan y, los segundos, le dan mayoritariamente la espalda, como suele ocurrir con los genios. Porque sí, es un superdotado que renueva el cine en cada una de sus propuestas. Propuestas que datan y reivindican la interacción cotidiana del Creador con la creatura, como en El árbol de la vida, la más evidente, o en Días de cielo, más simbólica; disertan sobre el amor y su tipología, en To the wonder; muestran la fragilidad de la condición humana, que llega a levantarse o a encharcarse en su crueldad, como sucede en La delgada línea roja; y se enseñorea de la inconmensurable naturaleza que nos rodea, que debería hacer humilde al hombre, en El nuevo mundo.
Licenciado en filosofía por Harvard y profesor de ésta en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussetts), ha traducido a Heiddeger, ejerció esporádicamente el periodismo y hace sus guiones o ha colaborado en otros en momentos de estrecheces, como el de Harry el sucio, de Clint Eastwood, entre otros. Numerosos trabajos que ha ido entrelazando con idas y venidas por distintas partes del mundo y vivido costumbres y experiencias en un buen número de ciudades. Dispuesto a absorber vida por dónde la hubiera, este hijo de católico maronita libanés y de madre norteamericana evangélica ha realizado, desde su primera en 1969 (pasaron 20 años entre dos de ellas) siete películas hasta 2012 y para 2013 tiene otras tres en filmación y posproducción. Obedece a su razonar y sentir a la hora de ponerse detrás de la cámara, cortar a quien sea en la mesa de montaje (lo ha hecho con Brad Pitt, Christian Bale o Sean Penn) y se desmarca de las directrices de las productoras, capaces de asumir sus proyectos al tiempo que realizan números para compensar sus previsibles pérdidas con otras producciones de Vin Diesel o Steven Segal, por ejemplo.
Reconocimiento del Creador
Prohíbe también contractualmente que le hagan fotos, por lo que, de las escasas en Internet, le vemos demasiado joven con barba y sombrero vaquero. Ninguna en sus actuales 79 años, que nos presente a quien en 2011 se atrevió a presentar al mundo la creación del mundo por Dios en El árbol de la vida. Nadie lo había hecho con tal potencia, belleza y desparpajo, implicando la Biblia en imágenes y en la historia de la familia O’Brien, cuyo hijo Jack reclama explicaciones a Dios por la muerte de su hermano. Unidas sus iniciales Jack O’Brien rememora a un moderno Job que clama por el doloroso sentido de la pérdida de quien ha amado tanto. Malick perdió también a dos de sus hermanos. El uno tras abrarsarse en un accidente de coche y con el suicidio del otro, tras cortarse las manos, por no poder desbordar su manantial de sentimientos a la guitarra (era discípulo de Andrés Segovia).
Como a Job, Dios le preguntará al joven dónde estaba él cuando hacia la bóveda celeste, creaba las supernovas e iba ocupándose lentamente –según las leyes que impuso a la naturaleza- del resto del universo. Recurrentemente impactantes, Malick parece filmar, durante más de veinte minutos, desde los ojos de Dios, la irrupción de la luz en el espacio sideral, el atronador sonido cuando se fractura y esparce la materia, el fuego incandescente que moldea los planetas y la aparición de la vida en la tierra (con la imagen del pequeño dinosaurio aplastado por la planta de otro mayor) en la que el director norteamericano parece ejemplificar la dureza sempiterna de la vida.
Esta grandiosa sinfonía de visiones primigenias, atmósferas refulgentes y sonidos telúricos se mezclan con la cotidiana vida del matrimonio católico O’Brien y de sus hijos. El padre, un riguroso Brad Pitt que cincela inmisericordemente a sus hijos, quienes pueden aguantar el buril gracias a la dulzura y acogida de la madre, imagen de un Dios padre-madre a la vez. Antiguo y Nuevo Testamento unidos en una sobrecogedora metáfora fílmica que tiene un precedente simbólico en Días del cielo (1978). En ésta, dos amantes que pasan como hermanos se enrolan en la cuadrilla de un terrateniente y elegirán quedarse con él porque les promete más y mejor vida en su compañía, pero ese Edén tiene también su peaje. Por ambas, triunfó en el festival de Cannes. Por aquella la Palma de Oro y por ésta la Mejor Dirección ganándole a Coppola y a su Apocalypsis now
Amor y brutalidad, unidas
El universo de Malick está conectado en sus filmes en un viaje de ida y vuelta en el tiempo. En el tiempo de Malick, en su búsqueda continua de respuestas; las que escudriña, se hace –nos hacemos- y se atreve a contestar, desoyendo los galimatías estéticos de la estéril y agnóstica cultura dominante. En To the wonder somete al amor a un código rojo. Malick, que se ha casado tres veces, nos plantea el sentido del amor: estamos obligados a amar como inexorable ley de la vida. Ejercerla, en uno u otro sentido, es consecuencia de la libertad, como en los elfos y orcos de Tolkien, ambos de la misma especie; y de la petición -muchas veces mendigante-, como la del padre Quintana (Javier Bardem), vacío del amor que le ha llevado a su vocación y que le será paulatinamente concretado por su continua petición. En el resto de personajes de To the wonder, palpamos la frustración de un amor no correspondido, la del quien ha dejado de sentirlo (al que más acudimos actualmente para romper biografías en común) y la de quien lo saborea y quiere pero no está en condiciones de abrazarlo.
Pero siempre hay una frontera, a veces imperceptible, en la que tenemos que decidir de qué lado colocarnos, como recuerda Hannah Arendt cuando razona sobre la banalidad del mal, el que ejercemos con guante blanco, ocultándonos en cobardes obediencias. Es el mismo que el ejercido brutalmente que nos convierte conscientemente en bestias y con el que atravesamos La delgada línea roja (1999), otra de Malick, en sí misma un género casi insuperable en filmes de guerra a la altura en crudo realismo de Apocalypsis now y La chaqueta metálica, de Kubrick, pero más esperanzadora que ambas porque Malick es creyente. Creyente de Dios y, por eso, creyente del ser humano, con capacidad hasta su inmolación de sumarse o no al horror.
Con el oscarizado Roberto Benigni por La vida es bella, esperamos que los nuevos trabajos que nos promete para este año este genial y inclasificable hombre del sombrero tejano nos hagan mejores personas. Todos estamos invitados al festín.