Papa Francisco ha vuelto a ofrecer su abrazo filial en la Sinagoga romana
Ya pasaron los tiempos en los que las comunidades cristiana y judía vivieron en prolongado enfrentamiento, traicionando una previa tradición de amistad y convivencia. Roma fue el lugar en el que, ante la inhumanidad de los totalitarios, judíos y cristianos se ayudaron mutuamente cuando en el siglo pasado Europa vivió esa horrible pesadilla que fue la II Guerra Mundial.
Roma fue también el escenario en el que, en aquel gran milagro del Espíritu que fue, hace justo cincuenta años, el Concilio Vaticano II, la Iglesia miró al mundo con humildad y mano tendida, y se ofreció a restablecer un diálogo con todos los hombres, especialmente con los hermanos cristianos y con los hijos de un mismo padre, creyentes en Dios.
En los diálogos interreligiosos, sin duda, el más entrañable y fructífero ha sido en estas décadas el diálogo con la comunidad judía. Roma ha sido también bajo el pontificado del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI el escenario de las más bellas palabras que los sucesores de Pedro han dirigido a los herederos del pueblo de la Antigua Alianza, llegando a llamarles, como hizo nuestro emérito Papa sabio, nuestros “padres en la fe”. Y Roma ha sido de nuevo, hace pocos días, el lugar donde el Papa Francisco, con una maravillosa y providencial experiencia de amistad con la comunidad judía en Buenos Aires en sus años de arzobispo de la capital argentina, ha vuelto a ofrecer su abrazo filial en la Sinagoga romana a los judíos de la ciudad eterna, a los que, entre otras cosas, les dijo:
“Desde hace muchos siglos, la Comunidad judía y la Iglesia de Roma conviven en nuestra ciudad, con una historia – lo sabemos bien – que con frecuencia ha sido atravesada por incomprensiones y también por auténticas injusticias. Pero es una historia que, con la ayuda de Dios, ha conocido desde hace muchos decenios ya el desarrollo de relaciones amigables y fraternas”.
No en vano cuando hablamos de los valores comunes de la civilización occidental hablamos, con un solo término, de la tradición judío-cristiana. Y no en vano creer en un mismo Dios que es Padre, que dirige providencialmente la historia como historia de la Salvación, que quiere que los hombres nos amemos como hermanos, y que acoge el decálogo como ley divina y natural, no es poca fe en común. Ya nos dijo Jesús que no vino a quitar ni una sola tilde de esta ley. Y esta luz, la luz de las tablas de Moisés en el Sinai, es lo que, como nos ha dicho el Papa Francisco, nuestro mundo necesita.