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Dios no es un “Gran Hermano”: su mirada no es la de un juez implacable

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Dimensione Speranza - publicado el 21/10/13
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La vida cristiana es la experiencia de vivir constantemente bajo la mirada benévola de DiosPor Fausto Ferrari

Según el filósofo francés Jean-Paul Sartre, la mirada del otro hiere, es peligrosa, mata. “A través de la mirada del otro vivo como fijo en el mundo, como en peligro, como irremediable” (1). La mirada representa una amenaza, hace experimentar la vergüenza, es “una destrucción de toda objetividad para mí”. 

Las conclusiones de Sartre en su análisis reconducen a un trasfondo irreconciliable: “El otro puede existir para nosotros bajo dos aspectos: si lo escucho con claridad, no llego a conocerlo; si lo conozco, si actúo sobre él, alcanzo solo su ser-objeto y su existencia probable en el mundo; ninguna síntesis de estas dos formas es posible”.

Estas reflexiones sartrianas se desarrollaron en los años 40 del pasado siglo, en el comienzo de la afirmación de la sociedad de la imagen. Hoy estamos perennemente bajo la mirada de las telecámaras, de las cámaras de vigilancia, de los objetivos fotográficos digitales. Por lo que sabemos nuestra imagen, nuestras acciones y nuestras costumbres son registradas por soportes magnéticos o electrónicos. Para entrar en una casa, en un edificio, debemos pasar por la mirada de una videocámara. Y la videocámara, a la vez que nos permite ver a las personas con las que estamos hablando aunque estén lejos, al mismo tiempo nos da una sensación indefinida, un estar expuestos a una especie de vigilancia. Pero incluso quien está continuamente expuesto a la mirada de los demás, porque forma parte de la realidad profesional que ha desarrollado (actores y personajes del mundo del espectáculo), termina teniendo reacciones imprevistas ante la continua invasión de fotógrafos y paparazzi. Da la sensación de que no podemos hacer nada, solo permanecer bajo esta invasiva, omnipresente mirada electrónica.

Hace tiempo, un chico particularmente sensible a todo lo que tenía que ver con la vigilancia me señalaba continuamente, cuando íbamos por la calle, las distintas videocámaras colocadas en diversos puntos de la ciudad. Para mí eran objetos imperceptibles, pero no para él. Esta continua extensión de la mirada de los demás, a través de la electrónica y de la informática, produce cambios sensibles en nuestro modo de vivir. Estamos cada vez más atentos a la imagen que provocamos en los demás. Y si hoy nos arriesgamos a sentirnos vivos solo cuando nuestra imagen es reflejada de alguna manera, al mismo tiempo nosotros nos convertimos en los temas que se reproducen en continua manipulación ya que nos sentimos obligados continuamente a ser lo que los demás perciben. Cosa que es sofocante y angustiosa.

Parece que hoy ya no nos podamos liberar de esta sensación. El gran hermano se convierte en espectáculo, escenario construido para coronar la invasión de las telecámaras en la vida cotidiana y privada, casi una manera de equilibrar la invasión a la que nosotros estamos sometidos, con la ilusión de convertirnos en espectadores “detrás de una puerta, mirando por el ojo de una cerradura". Nos convertimos en una masa de mirones, obsesionados en disfrutar las imágenes de los demás, o a su vez, proveyendo de nuestras imágenes, pero incapaces de comunicar directamente, sabiendo sostener el encuentro físico, emotivo, experiencial.

En el Occidente cristiano, en el transcurso de los siglos, se ha ido afirmando una representación de Dios como un ojo inscrito en un triángulo. Mientras que el triángulo se refiere a la idea de la Trinidad, el ojo quiere destacar la presencia constante de Dios. Todas las cosas quedan bajo la mirada de Dios. A diferencia del Oriente cristiano, que le ha dado más importancia a la simbología trinitaria en la representación apofática de los tres ángeles en el Encinar de Mambre, la imagen preferida por Occidente termina por convertirse en un inminente, irremediable, omnipresente juicio divino sobre la acción humana. Muchas personas se ven afectadas por esta imagen. No sienten solo temor, también miedo. Con esta imagen Dios se convierte en el asfixiante, invasivo, limitador. Es preferible estar lejos, permanecer fuera de esta mirada, intentar que no nos vea. Dios, en vez de ser una persona a conocer, se convierte en objeto del que mantenerse lejos.

Las experiencias humanas del enamoramiento y del amor nos ofrecen la posibilidad de comprender otra perspectiva de nuestro ser en relación con Dios. El enamoramiento y el amor, de hecho, nos permiten hacer habitar a la persona amada en nuestro corazón. No es cuestión de cercanía o de lejanía. Se advierte la presencia constante,  no obstante la ausencia, la lejanía, o incluso la muerte. No nos sentimos solos nunca más ya que la imagen de lo que amamos llena nuestros días, nos acompaña en todas las situaciones, nos habita. Se trata de una imagen que advertimos constantemente en nosotros, en nuestras consciencias. Pero al mismo tiempo el amor hace crecer en nosotros el deseo que se manifiesta en la necesidad de volver a ver a la persona amada, tenerla al lado y disfrutar de su presencia.

Ahora, la vida cristiana puede ser entendida como la experiencia de vivir constantemente bajo la mirada benévola de Dios. La biblia nos ofrece las imágenes simbólicas de la sombra, de la nube, del nido de águila, de la madre, del útero, las plumas y las alas, de la mano, de la tienda… Imágenes que de forma general nos restituyen el sentido de la protección, del calor, de la pertenencia. Antiguamente esta experiencia se recogía en la imagen del coram Deo.

En la teología protestante, el coram Deo, el estar ante Dios, es para el hombre la revelación de Dios, percibida en su complejidad. Se convierte en el fundamento de una práctica que es la participación humana en la gratuidad de Dios. Recuerda Pablo en su discurso en el aerópago de Atenas que “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

Podemos entonces entender la importancia y el valor de algunos pasos paulinos. “Os exhorto hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1). “En resumen… cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios” (1Cor 10, 31). “Examinadlo todo, quedaos con lo bueno” (1Ts 5, 21). Es difícil, desde esta perspectiva, sostener una separación, una distinción de valores. La vida en el Espíritu permite al discípulo vivir todas las dimensiones de su vida desde una nueva perspectiva.

La mirada de Dios no es la de un juez implacable, sino que es el horizonte en el que nos sentimos implicados y acogidos. En el que expresamos nuestra responsabilidad frente a Él, su creación y las personas humanas. “Preocupémonos de comportarnos bien no solo ante el Señor sino también ante los hombres” (2Cor 8, 21) En que comenzamos a percibir que todo es santo o, al menos, todo es gracia y no hay necesidad de dividir o de distinguir allí donde la mirada de Dios abraza. Un sentido de responsabilidad que no nos lleva a esconder el mal y el pecado que está en nosotros y a nuestro alrededor, sino que nos permite comenzar a reconocerlo como tal para que pueda ser transformado por la gracia de Dios.
 

1) Jean-Paul Sartre, El ser y la nada , Milano, 1965
 

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