Lewis y Tolkien y Dyson se sintieron envueltos, abrazados por algo más grande, en una belleza nunca experimentada
Hace medio siglo, el 22 de noviembre de 1963, Clive Staples Lewis moría sin haber cumplido los 65 en The Kilns, su casa en el borde del barrio residencial de Headington Quarry, en el pueblo de Risinghurst, apenas fuera de Oxford. Era estimado como refinadísimo experto en literatura medieval y renacentista, además de amado o, al menos, respetado por todos como apologeta cristiano de primera categoría, pero ese día los medios de comunicación le reservaron poco espacio. Las crónicas fueron completamente monopolizadas por la coincidencia con el asesinato del presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) en Dallas (Texas).
Lewis empleó mucho tiempo, durante la adolescencia, la juventud y la primera edad adulta, para dar completamente la espalda a Dios. Sus notables talentos intelectuales los había empleado en elaborar una filosofía a medio camino entre el agnosticismo cínico y el ateísmo consciente, en nombre de un racionalismo árido que le hacía mirar las cosas de la fe con arrogancia y que procedía de lo que, más tarde, Lewis definirá “la madre luciferina de todos los pecados”, el orgullo.
El estudio de las literaturas y de las mitologías con los que, en la espera inconsciente de la epifanía del verdadero Dios, el hombre arcaico y los pueblos antiguos se esforzaban por representarse un vínculo fundamental con lo trascendente, le fascinaba fuertemente en el plano estético, pero al mismo tiempo le reforzaba en el convencimiento de que la religión no era otra cosa que una mera invención del hombre.
La complejidad de Dios era así demasiado simple, con la simplicidad que es propia de los humildes y de los pequeños, para un intelecto elevado como el suyo. Pero llegó un día distinto. Más bien, una noche.
Lewis estaba desde hacía años dedicado a la enseñanza en la prestigiosa Universidad de Oxford; en 1925 llegó a ser profesor a título pleno. Allí había sido debidamente puesto en guardia contra los dos mayores peligros que habría podido encontrar: los “papistas”, es decir, los católicos, y los filólogos, es decir, aquellos tipos que estaban acostumbrados a desentrañar, a entrar a fondo, a buscar las raíces y sobre todo, a llamar a las cosas por su nombre. En ese mismo año, llegó a Oxford un nuevo colega, que era ambas cosas. Su nombre era J.R.R. Tolkien (1892-1973).
Católico, Tolkien lo era desde su más tierna edad, gracias a la madre, Mabel Suffield (1870-1904), que se convirtió al catolicismo en una situación no ciertamente fácil, y por ello llamada a duras pruebas hasta el día en que expiró. Y filólogo, lo era por profesión y pasión. Dos cosas obviamente distintas, pero que en Tolkien estaban estrechamente unidas, una comunicando a la otra, y su confianza en la palabra del hombre sublimándose en la adoración del Verbo encarnado.
Lewis aprendió a vencer sus temores y estrechó amistad con Tolkien, aun sin bajar la guardia. De un día a otro, venció la idea, en 1929, de que Dios existía. Fue un primer gran golpe, pero su idea de Dios era demasiado teórica. Llegó así al 9 de septiembre de 1931.
Lewis invitó a cenar a sus dos grandes amigos, y colegas de la época, el católico Tolkien y el anglicano Hugo Dyson (1876-1975), profesor de Literatura. Como solían hacer, se quedaron hasta tarde también esa noche, discutiendo, especulando y bebiendo. Salieron después a dar un paseo a la luz de la luna, a lo largo de esa avenida arbolada que ofrece uno de los paseos más bellos, llamada Addison’s Walk.
La discusión entre ellos se enzarzó, se encendieron los ánimos, y la pasión inflamó a los tres amigos. Tolkien llevaba el argumento, rico, lleno de imágenes, sugerente, cautivador, apoyado hábilmente por Dyson, con Lewis a la defensiva. Para Lewis Dios existía, pero era aún como un cuento bellísimo. Tolkien, que en los cuentos era un maestro, le contó entonces uno, el más grande, el mejor, el más poderoso y también el más perfecto, desde el momento en que, además de ser cierto en el plano mítico, lo era aún más en el plano real de la historia y de la concreción. Es decir, le mostró el Evangelio, y el mythos que con el logos en él se hace carne en un punto preciso del tiempo y del espacio, de una vez por todas y para siempre.
Los tres habían llegado cerca de un árbol, un árbol que aún hoy está ahí, en el Addison’s Walk. Una brisa repentina les envolvió, y Lewis y Tolkien y Dyson se sintieron envueltos, abrazados por algo más grande, en una belleza nunca experimentada.
No sabemos con exactitud las palabras que se pronunciaron esa noche memorable. De lo que entonces Tolkien argumentó, hay un resto en el suntuoso ensayo Sobre los cuentos de hadas, de 1937. En la autobiografía de Lewis, Sorprendido por la Alegría. Los primeros años de mi vida, de 1955, la página más conmovedora es aquella en la que recuerda ese 1929 en el que se rindió y, entonces, el convertido más reacio de toda Inglaterra, cayó de rodillas y rezó, admitiendo que Dios era Dios.
El capítulo en el que está esa página, Lewis lo titula El inicio. Imaginamos que esto que sucedió tras ese paseo nocturno con Tolkien y Dyson es un cuento de hadas real.
Artículo de Marco Respinti, publicado en italiano en La Nuova Bussola Quotidiana