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¿Hasta dónde alcanza la bendición de Dios?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/01/14
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Como mínimo hasta donde la llevemos nosotros

Al comenzar el primer día del año escuchamos: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz». Las primeras palabras que escuchamos nos hablan de bendición.
 
Sí, Dios nos bendice. Nos mira bien, con amor, y nos bendice. Nos ama con locura y nos acompaña en cada paso del camino. Piensa y habla bien de nosotros. Porque bendecir tiene que ver con hablar bien, con pensar bien de los otros, con la pureza del corazón, con decir cosas buenas, con desear el bien.
 
Cuando Dios nos bendice nos está diciendo que no se olvida de nosotros, que nos toma muy en serio, que le importamos. Nos dice que nos ha amado desde toda la eternidad y que siempre ha pensado en nosotros. Su amor es incondicional y nos desborda.
 
Pero es necesario que nos lo recuerde siempre de nuevo, porque nos solemos olvidar de su amor, de todo lo que nos quiere, de su predilección.
 
Una bella bendición irlandesa expresa ese amor de Dios: «Que los caminos se abran a tu encuentro, que el sol brille sobre tu rostro, que el viento sople siempre a tu espalda. Que guardes en tu corazón con gratitud el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida. Que todo don de Dios crezca en ti y te ayude a llevar la alegría a los corazones de cuantos amas.

Y que tus ojos reflejen un brillo de amistad, gracioso y generoso como el sol. Que la fuerza de Dios te mantenga firme, que los ojos de Dios te miren, que los oídos de Dios te oigan, que la Palabra de Dios te hable, que la mano de Dios te proteja, y que Otro te tenga, y nos tenga a todos, en la palma de su mano».
 
Es el deseo del corazón. Que Dios nos tenga en la palma de su mano en cada circunstancia, cada día. Que nos hable, nos escuche, nos abrace. Es el deseo para comenzar a caminar seguros en este año en blanco que se nos presenta como un regalo.
 
Sin embargo, muchas veces nosotros maldecimos, hablamos mal de los otros y criticamos. En definitiva, no deseamos el bien a los que nos rodean. No somos una bendición para los otros. No mostramos el amor de Dios con nuestras vidas.
 
Si en lugar de hablar tanto calláramos más nuestra vida sería más armónica. Pero nos desahogamos hablando. Nuestro pensamiento va muy rápido. Interpretamos, juzgamos, condenamos. Y de nuestro corazón surgen las palabras y las críticas.
 
Pienso en la oración que repetía Santa Teresita del Niño Jesús: «Conocéis, Señor, mi debilidad; cada mañana tomo la resolución de practicar la humildad, y por la noche reconozco haber cometido muchas faltas de orgullo. Al ver esto me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento también es orgullo. Quiero, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en vos. Puesto que todo lo podéis, dignaos hacer nacer en mi alma la virtud que deseo. Para obtener esta gracia de vuestra infinita misericordia, os repetiré muchas veces: Jesús manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al vuestro».
 
Es el deseo del corazón al comenzar este año. Un corazón que bendiga. Un corazón humilde que no se irrite con el mal recibido, que no busque continuamente la aprobación y el elogio, que no pretenda ser aprobado por todos. Y un corazón humilde que sepa recibir la crítica con paz y alegría. Que entienda que los elogios adormecen, mientras que las críticas que nos hacen nos impulsan a luchar por ser mejores.
 
Un corazón que no pretenda quedar siempre por encima de los otros. Que no busque destacar y acepte los segundos lugares sin tristeza. Un corazón humilde que no tenga que hablar mal de nadie para ensalzar su propia vida. Un corazón sencillo del que sólo salgan buenas palabras, bendiciones, esperanza. Y un corazón que rechace el mal que provoca esa palabra que difama y critica. Un corazón que guarde, como María, todo lo que le ocurre y confíe siempre. 

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