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Smartphone, redes, GPS,… ¿y para qué?

Catalunya Cristiana - publicado el 26/03/14

Una irracionalidad que no pone la atención en el sentido acelera la vida humana y la banaliza hasta convertir las personas en medios: la tecnología debe acompañarse de reflexión
La revolución tecnológica que vivimos no tiene precedentes en la historia de la humanidad. Las novedades que aparecen son sustituidas por otras a un ritmo cada vez más acelerado y no hay tiempo para evaluar sus efectos. Ante esta nueva realidad que vive el hombre contemporáneo, el filósofo Ignasi Boada, profesor de la Facultad de Filosofía de Cataluña, reflexiona a fondo sobre la naturaleza de la tecnología y las consecuencias para la sociedad, la Iglesia y el hombre de hoy.
 
Vivimos en una sociedad tecnológica y acelerada. ¿Cómo hemos llegado a este punto?
 
Para entender el momento presente es necesario hacer un poco de retrospectiva. Podemos decir que hasta los siglos XVIII o XIX todas las civilizaciones habían tenido técnica; por técnica entendemos la capacidad de hacer cosas, de dominar un arte en concreto.
 
La técnica se justifica por la necesidad del hombre de mantener la naturaleza a raya: es necesaria, por ejemplo, una técnica de tejer para poder hacer ropa y protegernos del frío. La técnica, pues, es universal y necesaria para sobrevivir.
 
Pero a partir del siglo XIX, con la revolución industrial aparece la tecnología, una técnica (tekhné) con una razón (lógos) que se añade a la técnica y la transforma del todo.
 
A diferencia de la técnica, la tecnología ya no es universal —tan sólo propia de la cultura contemporánea— y no es necesaria para sobrevivir. Para sobrevivir no son imprescindibles ordenadores, televisión o trenes que vayan a 300 km/h.
 
Nos hallamos, pues, ante una racionalidad nueva, una razón moderna que es sobre todo matemática y metodológica, con una gran capacidad interpretativa y de transformación de la realidad.
 
Esta racionalidad ha aportado ventajas incuestionables a la humanidad, como, por ejemplo, los avances médicos.
 
En el siglo XIX se veía la tecnología como una herramienta para alcanzar unos objetivos; no se pensaba que el medio determinase la finalidad.
 
Hasta la Primera Guerra Mundial casi nadie ponía en duda que la tecnología era un instrumento a nuestro servicio y que en la medida en que nos daba más poder también nos daba más libertad: a más tecnología, más racionalidad, más libertad, más civilización…
 
Se tenía la convicción generalizada de que la ciencia y la tecnología iban acompañadas de un valor moral. En esta mentalidad, la violencia, la superstición y la ignorancia quedaban superadas y se asociaban a civilizaciones «retrasadas».
 
Pero llega el siglo XX…
 
Esta convicción sufre un trastorno importante con las dos guerras mundiales y se abre una reflexión con un grado mucho más limitado de euforia. Es entonces cuando se empieza a tomar conciencia de que el despliegue de esta racionalidad en forma de tecnología no va necesariamente acompañada de niveles superiores de moralidad y civilización.
 
Con las guerras mundiales aparece la racionalidad asociada a la brutalidad. Las naciones que se consideraban más civilizadas, con tecnología más potente, fueron justamente las naciones que militarmente se mostraron más eficaces y brutales.
 
Gradualmente, pues, hemos ido comprendiendo que la tecnología no se puede considerar simplemente un instrumento.
 
Hoy la cibernética y la comunicación no son meros instrumentos, son un nuevo sistema de vida. Aportan características nuevas en nuestra vida, como la aceleración.
 
Vivimos en un cambio permanente y no concebimos, por tanto, la posibilidad de haber llegado al final de un proceso, sino de encontrarnos en un proceso constante.
 
Es más, varios autores destacan de esta situación que para que se produzca este progreso necesitamos olvidar las finalidades que perseguimos

. Para mantener el ritmo de progreso tecnológico en el que nos hallamos inmersos necesitamos movilizar de tal manera los recursos humanos e intelectuales que no disponemos de
suficiente energía para reflexionar sobre las finalidades, es decir, sobre el sentido de lo que estamos haciendo.
 
Cuanto más sabemos cómo hacer que las cosas funcionen, menos comprendemos la necesidad que tenemos de ir tan rápido.
 
Hemos olvidado la pregunta por el sentido…
 
En la sociedad tecnológica obviamos lo que podría dar un sentido a lo que hacemos, y eso es extraordinariamente peligroso, porque quiere decir que vamos a remolque de una realidad que se ha emancipado del pensamiento.
 
Esta racionalidad que acompaña la técnica es un logos que se centra fundamentalmente en el carácter instrumental, en los medios, pero es incapaz de dar razón a las finalidades.
 
Heidegger decía que «es cuando todo funciona cuando tenemos motivos para preocuparnos». Esto plantea problemas gravísimos desde el punto de vista antropológico y espiritual; una cultura obsesionada por los medios es una cultura que desatiende aspectos fundamentales de la existencia humana: la espiritualidad, la reflexión, la responsabilidad hacia los demás, la relación con Dios…
 
Este lenguaje nuevo no expresa una razón capaz de comprender el sentido de lo que hacemos. Está al servicio de satisfacer una necesidad de progreso constante porque es alimentada por la voluntad de poder.
 
La tecnología es la forma histórica de lo que Nietzche definió como voluntad de poder, que es irracional. Estamos en manos de esta irracionalidad, que, paradójicamente, tiene la apariencia de una racionalidad absoluta. Pero es irracional porque no pone la atención en el sentido, y acelera la vida humana y la banaliza hasta convertir las personas en medios.
 
¿Cómo se puede reorientar esta situación?
 
Este estado de las cosas no se puede cambiar desde la instancia política. Creo que tiene que haber una transformación cultural y espiritual, que fecunde la razón de tal manera que ésta deje de estar pendiente de resolver estrictamente cuestiones instrumentales.
 
Hay que fecundarla a través de la pasión por la sabiduría, la comprensión de los límites del lenguaje, pero también la contemplación y la oración. Esto sería un contrapeso a esta pasión desenfrenada que pivota alrededor de la voluntad de poder.
 
Ésta es una de las labores más importantes de la espiritualidad del siglo XXI: tomar conciencia de en manos de quién estamos.
 
No quiero demonizar la tecnología, pero hay que ser conscientes de que es peligrosa si no va acompañada de un nivel importante de reflexión.
 
Queda claro que la tecnología tal y como la conocemos hoy sólo es posible cuando se produce un retroceso de la razón fecundada por la espiritualidad. En todo caso sería bueno hacer un ejercicio mucho más ambicioso para discernir qué es realmente lo que necesitamos y qué no, y no dejarnos seducir por las novedades.
 
¿La solución es prescindir de la tecnología?
 
Gandhi decía que cuando un pasajero se da cuenta de que se ha equivocado de tren lo peor que puede hacer es saltar del tren. Me parece que hoy nos encontramos en esta situación. Empezamos a comprender que la dirección que hemos tomado no es la correcta, pero no podemos tomar decisiones insensatas y precipitadas.
 
Hemos llegado aquí como resultado de un proceso histórico, y esto no lo cambiaremos de un día para otro. Las transformaciones requieren un tiempo. Lo que no sé es si tenemos demasiado tiempo…
 
 
Por Eduard Brufau
Fragmento de una entrevista publicada en el semanario Catalunya Cristiana

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