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Le quieres, pero ¿siente tu amor?

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/04/14

No basta con decirle a alguien que lo amamos: tiene que notarlo, tiene que palparlo
A veces caemos en el egoísmo y decimos: «No me corresponde». Pienso en un seminarista que tenía muy claro lo que le correspondía y cuando le pedíamos algo que no era de su incumbencia respondía con mucha calma: «No me corresponde». Esa frase me costaba en esos momentos. Ahora pienso que yo mismo, algunas veces la incorporo como respuesta. Porque es cómoda.
 
Todos tenemos responsabilidades. En el trabajo, en la familia, en la vida. Marcamos límites, determinamos el alcance de lo que nos corresponde y todo lo demás, lo que queda al otro lado de la frontera señalada, no nos importa nada. Nos volvemos egoístas, nos cerramos en nuestra carne, evitamos el esfuerzo de la vida que demanda, exige, nos pide.
 
Jesús amó a los suyos, los amó hasta el extremo, hasta dar la vida por ellos. Su amor era cálido hacia aquellos que su Padre le había confiado. Decía el Padre José Kentenich: «El hombre está estructurado de tal manera que sólo halla su plenitud en la entrega a una persona, a un tú personal. Los educadores son personas que aman y jamás dejan de amar. Sólo educaré a otros en la medida en que ame a los que me fueron confiados y esté dispuesto, por amor, a brindarme a ellos»[1].
 
Jesús nos enseña una forma de amar personal y cercana. No se olvida de ninguno. A todos los guarda en su corazón con sus nombres e historias. Jesús pasó haciendo el bien y pasó amando. Por eso lloraba con la ausencia y con el rechazo, por eso se conmovía al no ser correspondido. Jesús amaba con todo su ser.
 
El amor es unitivo y asemeja. Cuando amamos nos unimos en la intimidad con el amado. Ese amor nos asemeja. Jesús dejaría algo de su ser en Lázaro, en Marta, en María, en Pedro, en sus discípulos, en José, en su Madre. Sí, algo de Él quedaría marcado en el corazón de los que le amaban y se sabían tan amados.
 
Pero al mismo tiempo, algo de ellos habría en Jesús. Algo habría quedado retratado en sus gestos, en sus expresiones y gustos. El amor puede hacer que los gustos de la persona amada lleguen a ser nuestros. Vibramos con lo que el otro ama. Soñamos con lo que el otro sueña.
 
Jesús sería así, tendría algo, mucho, de su Madre, algo de su padre José, algo de sus discípulos, de cada uno, y algo, claro está, de Lázaro, Marta y María. Decía el Padre Kentenich: «Todo amor auténtico transmite algo de la propia vida al tú»[2].
 
El amor asemeja, es real y nos hace participar de la vida ajena. Damos vida amando y recibimos vida. El amor verdadero nunca es egoísta. El egoísmo deforma el amor sano y lo enferma. Del egoísmo surgen los celos y las envidias, y nos volvemos raquíticos. El amor hace crecer la vida, porque llena el corazón del que ama y del amado de una vida nueva.
 
Decía Don Bosco: «Si tuvieran dolor de muelas, dolores en su cuerpo, todo esto quisiera quitárselo. Mi corazón entero está sólo para ellos. Toda mi alma es de ellos. Toda su personalidad está arraigada cada vez más en mi propio corazón».
 
Así vivió Jesús. Así nos enseña a vivir. Él cargó nuestros dolores en su corazón de Padre. Nos contuvo, nos sostuvo. El amor carga con el dolor del amado, con su vida. Nada le es indiferente. Todo le importa al amor.
 
Pero no basta con amar. El amado tiene que saber que es amado. Jesús amaba y todos veían cuán grande era su amor: «Los judíos comentaban: – ¡Cómo lo quería!». No basta con decirle a alguien que lo amamos. Tiene que notarlo, tiene que palparlo.
 
Decía el Padre Kentenich: «No basta con que guardéis el amor en vuestro corazón. Debe hacérseles consciente que vosotros los amáis, entonces ellos comenzarán a amaros»[3]. Así es el amor. Es necesario mostrar lo que sentimos, expresarlo

.
 
¡Qué parcos somos tantas veces a la hora de mostrar nuestro amor! Lo decimos con palabras, lo omitimos con nuestros actos. Faltan las caricias, los abrazos, los besos, las lágrimas, las miradas, las sonrisas, los gestos de cariño. Y el amor que no se expresa se pierde. Nunca dejemos de expresar lo que sentimos. Luego, cuando las personas a las que amamos ya no estén con nosotros, lamentaremos nuestra poca expresividad.
 
¡Cuánto bien nos hacen las caricias y los abrazos!¿Cuándo fue la última vez que abrazamos a nuestros padres? ¿Beso con frecuencia a mis hijos? ¿Tengo gestos de cariño con mi cónyuge? El amor conyugal que no se cuida se enfría y seca. El amor a los hijos que no se expresa se pierde. El amor no manifestado a nuestros padres es una pérdida. Igual que ese amor a los amigos que no mostramos.
 
Y resulta que cuando el amor no se puede ver, se queda convertido en una idea, un ideal, pero nada más. Es sólo una idea pobre que empobrece. El amor de Jesús toca, abraza, espera, aguarda, sana, llama, llora. Jesús se hizo hombre para vivir entre nosotros, para ser uno de nosotros.
 
Su humanidad le llevó a expresar siempre sus sentimientos, no se guardó lo que sentía. Lloró y rió, se indignó y sufrió la tristeza. Vivió plenamente la vida entre los hombres.

 


[1] J. Kentenich,
Semana de Octubre, 1946
[2] J. Kentenich,
Semana de Octubre, 1951
[3] J. Kentenich,
Semana de Octubre, 1951
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