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Juan XXIII, el Papa que quería ser párroco

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Aleteia Team - publicado el 17/04/14
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Fue el primer papa en visitar una cárcel: “También soy obispo de estos presos”
Cuando Pío XII le nombró cardenal, en enero de 1953, fue el presidente de la República Francesa y jefe del partido socialista, Auriol, quien le impuso el birrete cardenalicio en el gran salón del Elíseo. Ese mismo día, cuando recibió en la nunciatura al arzobispo de París, monseñor Feltin, el cardenal Roncalli dijo unas palabras que recordaron todos cuando fue elegido Papa: “¡Y pensar que me hubiera gustado tanto hacer de párroco, acabar mis días en alguna diócesis de mi tierra!” Poco después fue nombrado patriarca de Venecia.
 
Patriarca de Venecia
 
Siendo ya patriarca de Venecia se enteró un día por su secretario de que el presidente Auriol, su amigo de los años de nuncio en Francia, pasaría por Venecia y estaría allí dos días. Decidió ir a visitarlo al hotel donde se hospedaba. Al salir del ascensor el presidente, y distinguir al patriarca Roncalli en el hall, le tendió los brazos con afecto. Luego el cardenal lo llevó a su palacio y le mostró las dependencias. Lo que más le gustó al presidente Auriol fue una modesta habitación, conservada intacta. Había sido la de san Pío X, cuando fue patriarca de Venecia. El comentario de monseñor Roncalli al enseñársela fue: “¡También él era hijo de gente pobre, como yo! A nosotros nos basta con poco”. Conmovido Auriol, le cogió del brazo con enorme afecto, sin decir nada.
           
Desde Venecia peregrinó a Lourdes, a Fátima y a Santiago de Compostela, y viajó con frecuencia a Sotto il Monte para visi­tar la tierra que sus hermanos seguían trabajando.
 
Juan XXIII
 
En el atardecer del 28 de octubre de 1958, en la tercera semana tras la muerte de Pío XII, el cardenal Roncalli, que estaba a punto de cumplir los setenta y ocho años, fue elegido Papa y tomó el nombre de Juan XXIII. Sabiendo que el nombre de Juan había sido el que más papas habían llevado en la historia, que el pontificado de la mayor parte de ellos había sido breve y su propia edad, el nuevo Papa comentó a unos paisanos que le visitaban: “Quien llega a Papa a los setenta y ocho años no tiene un gran porvenir”.

No se equi­vocaba: su pontificado fue corto, cuatro años y siete meses, pero en tan breve tiempo supo conquistar el corazón del mundo, quien vio en él a un verdadero Papa, un padre, e iniciar un camino, con la afabilidad de sus maneras, su senci­llez y, sobre todo, la convocatoria del Concilio Vaticano II, decisivo para el futu­ro de la Iglesia católica y muy influyente en el resto de las confesiones cristia­nas, e incluso de las no cristianas, los agnósticos y los ateos.

Fue unas veinte horas después de ser elegido cuando radió un magnífico discurso que a todo el mundo dejó en suspenso. Este dis­curso lo pronunció desde su trono de la Capilla Sixtina después de recibir la tercera obligada obediencia de los cardenales. En dicho mensaje defendió la unidad cristiana y rindió al mismo tiempo tributo e imploró ayuda para los sacerdotes, mon­jas, y seglares católicos, que "sufren persecución en otros países, donde no hay libertad para la práctica de la fe católica".

uego, dijo que la caridad del Señor no tenía límites y que aco­gería benévolamente a los que deseasen reintegrarse a la verdadera fe, después de haber huido de ella. Por consiguiente, agregó, les instamos a que vuelvan todos con voluntad plena y amorosa, y deseamos que este regreso se produzca lo antes posible con la ayuda y la inspiración de Dios. No entrarán en casa extraña sino en su propia casa, la misma que antaño se vio iluminada por el signo doctrinal de sus predecesores y enriquecida por sus virtudes. Permítasenos, continuó, ahora dirigir nuestro lla­mamiento a los dirigentes de todas las naciones en cuyas manos se encuentran el destino, la prosperidad, las espe­ranzas de cada pueblo:

“¿Por qué no resolver definitivamente, de manera equi­tativa, las discordias y los desacuerdos? ¿Por qué no uti­lizar los recursos y el ingenio del hombre, la riqueza de los pueblos, frecuentemente utilizados para aprestar armas, perniciosos instrumentos de muerte y destrucción, para aumentar el bienestar de todas las clases de ciudadanos y, en especial, de los más necesitados? Sabemos que es cierto que para realizar tan laudable y meritoria idea y para allanar las diferencias surgen en el camino graves e intrincadas dificultades, pero éstas deben ser vencidas victoriosamente, incluso hasta por la fuerza. Esta es, en realidad, la empresa más importante, la más relacionada con la prosperidad de toda la Huma­nidad. En consecuencia, poneos a la tarea con valor y confianza bajo los reflejos de la luz que procede de lo alto, y volved vuestra mirada, con la ayuda divina, a los pueblos que tenéis encomendados y escuchad Su voz”.
Todo el mundo pensó, al ver la premura con que Juan XXIII había acudido a un medio de comunicación como la radio para pro­pagar su primer discurso como Papa, que acababa de subir a la sede pontificia un Papa lleno de vigor, directo y dinámico, y no el Papa que todos habían creído, debido a lo avanzado ya de su edad. Sin embargo, Juan XXIII, a pesar de mostrarse dinámico y vivaz, no depuso su humildad, que exhibió, como algo connatural en él en todo momento, hasta su muerte.
 
Obispo de Roma
 
El grueso volumen corporal del papa lo hacía más cercano a la gente y hasta más bondadoso por aquello de omnis pinguis, bonus (to­dos los gordos son buenos). Nunca se avergonzó de su gordura ni escondió sus manías. Tampoco lo haría sien­do papa, sino que más bien se reía de sí mismo con fino sentido del humor. Y así sucedió el primer día que tuvo que subirse a la silla gestatoria que, por cierto, no le gustaba nada por­que hería su humilde campechanía. El día primero que la usó, al verse sentado en ella y con todo el peso de su cuerpo, preguntó con gracia al jefe de los portadores: “Pero, ¿no se hundirá esto con tanto peso?”. El jefe le tranquilizó con buenas palabras y él le pagó con una generosa sonrisa de confianza.

Juan XXIII anunció la convocatoria de un concilio ecuménico a los pocos meses después de su elección, cuando eran muchos los que creían que el tiem­po de los concilios ya había pasado con la proclamación de la infalibilidad pon­tificia. Pronto se vio que ese concilio vendría a ser el «concilio de los obispos», como el Concilio Vaticano I había sido el «concilio del Papa», ya que en él los obispos expresaron con tanta libertad sus ideas que quedaron impresionados los observadores anglicanos, protestantes y ortodoxos. Pero, por fortuna para todos, nadie parecía olvidar las palabras de Juan XXIII en su discurso de apertura, el día 11 de octubre de 1962, en las que señalaba una orientación abierta y opti­mista, menos propensa a condenar que a usar de la misericordia, dedicada a mos­trar la validez de la doctrina cristiana más que a renovar cadenas del pasado.

El papa Juan estaba convencido de una cosa: que no podía estar prisionero en el Vaticano, como sus antece­sores. Visitaba cárceles, orfanatos, parroquias de Roma. Algún monseñor de la curia le indicó que no era con­veniente ni era costumbre que un papa saliese tanto del Vaticano. A lo que le contestó muy serio esta vez: “¡Cómo! ¿Es que acaso no soy también el obispo de Roma? ¡Sólo faltaría que el obispo no pudiese visitar su diócesis cuando quisiese!”. Argumento sencillo, elemental y contundente.

Al día siguiente de Navidad de 1958, fiesta de san Esteban, no llevando ni dos meses completos como papa, manifestó deseo de visitar a los presos de la cárcel romana de

Regina coeli. La razón que dio fue escueta y simple: también yo soy obispo de esos presos. Al entrar en el patio de la cárcel sonó un aplauso estruendoso, lanzado por los reclusos que se encontra­ban uniformados y perfectamente alineados.

Un preso le dirigió unas palabras de saludo a las que contestó él emocionado.”Bien, aquí estoy entre vosotros. Al fin he venido y me habéis visto. He fijado mis ojos en los vuestros. He puesto mi corazón justamente al lado del vuestro”. Después, un detenido por asesinato se le acercó y le preguntó: Las palabras que usted ha pronunciado, ¿sirven también para mí, que soy un gran pecador? El papa le cogió las manos, se las apretó y le susurró unas palabras al oído. Luego siguió hablando con una humanidad conmo­vedora. Les dijo: “¿Quién no ha tenido que ver algo, alguna vez, con la justicia? Por ejemplo, un primo mío estuvo un mes en la cárcel por haber ido a cazar sin licencia. ¡Un furtivo, ya veis!” Los presos, embobados, le escuchaban sin pestañear. No querían que se marchara nunca.

 

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