Juzgamos en un inútil afán por sentirnos mejores, descalificamos a otros para justificar nuestras acciones y actitudes, por envidia y celos hundimos la imagen de otras personas
Cuando miramos la historia de la Iglesia vemos pecados y heridas y nos sentimos responsables de tanto dolor causado. La Iglesia, tan humana, tan de Dios, no tiene un pasado inmaculado, ha pecado y sigue pecando en el presente.
Al mirar nuestra historia personal, en la familia, en la Iglesia, vemos nuestro propio pecado. La Iglesia también ha pecado. En la Iglesia también hay santos y pecadores. Hay cosas que no se han hecho bien, eso seguro.
Somos humanos y cometemos errores. Y casi sin darnos cuenta acabamos dejando cicatrices en algún alma. En ocasiones hemos hablado mal de otros. Hemos pensado o criticado en nuestro corazón a una persona, a una comunidad, al que es diferente.
Nuestras críticas son como un puñal que atraviesa una vida. Creemos que sólo nosotros hacemos todo bien y nos es fácil juzgar a los demás desde nuestra atalaya.
Nuestras críticas hieren, aunque no sean públicas, aunque otros no las conozcan. No importa. Es como ese veneno que avanza lentamente y hiere en el silencio.
Juzgamos en un inútil afán por sentirnos mejores, más capaces. Descalificamos a otros para justificar nuestras acciones y actitudes. Por envidia y celos hundimos la imagen de otras personas como queriendo reivindicar nuestro valor.
Nos sentimos superiores y ninguneamos a ciertas personas, no las acogemos. A lo mejor competimos por el poder, por un lugar, por un puesto, por el cariño de una personas. Nos gusta tener influencia y poder. Saber es poder. Opinar y decidir es poder.
A lo mejor hemos evitado a algunos hiriéndoles con nuestra indiferencia. Tal vez no hemos tenido valor para iniciar un reencuentro sanador con aquella persona herida por nuestros actos. Hemos dejado pasar el tiempo pensando que así todo se arreglaría solo, sin hacer nada. No damos las gracias y abandonamos heridos al borde del camino. Seguimos de largo, sin cuidarlos.
¿Por qué nos cuesta tanto pedir perdón? Tal vez a veces no somos conscientes de lo que hacemos. Lo hacemos y ya está, y no le damos importancia.
Luego no valoramos el daño, la herida, el dolor causado y seguimos nuestro camino. ¿Inconsciencia? ¿Inmadurez? ¿Egoísmo? ¿Indiferencia? No importan las causas.
Lo importante es mirar el camino que tenemos por delante. Mirar y confiar. Sí, de eso se trata. Queremos aprender a pedir perdón para iniciar una nueva historia, un nuevo camino.
Pidamos perdón a todos aquellos a los que hemos herido. Pedir perdón nos hace vulnerables ante los hombres. Nos abre a la misericordia de los demás. Nos expone al rechazo o a la aceptación. Es sanador para el que pide perdón y para el que perdona.
Herir y pedir perdón
Dani_vr / Flickr / CC
Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/04/14
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