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El mayor problema del hombre de hoy: el aburrimiento

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Marcelo López Cambronero - publicado el 29/04/14
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Quiero libertad para construirme a mi mismo, mi ocio, mis gustos, nada de compromisos… y ahora ¿qué hago y para qué vivo?
Nos encontramos en un momento de la historia en el que la política, en una de esas jerigonzas del devenir, ha terminado por tomar como una de sus labores fundamentales la gestión del deseo o, lo que es lo mismo, del sentido de la vida. Si tuviésemos que explicar cuál es la función más importante del estado contemporáneo tal vez nos viniese a la cabeza esa de la seguridad pública, o incluso la del bien común pero, seamos serios, lo que de verdad queremos es que los políticos se preocupen de asegurarnos tiempo y, con él, ocupaciones interesantes a las que dedicarlo. La misión primordial del estado es la administración del tiempo: de la vida, pues ¿qué es la vida sino el tiempo y lo que hacemos con él, o nos pasa dentro de él?

Los antiguos consideraban que la libertad consistía en la participación en las decisiones de la ciudad. El hombre libre era aquel que ocupaba su lugar en la asamblea y opinaba sobre lo común, contribuyendo con su voto a determinarlo. Hay que decir que en aquellos tiempos remotos en los que se construyó la democracia ateniense lo común era más o menos el todo, puesto que poco, o muy poco, quedaba fuera del poder categórico del pueblo soberano. Lo común, la comunidad, no era un ámbito en el que cupiese demasiada determinación subjetiva. Más bien era lo que venía dado, la estructura vital organizada en la que cada uno estaba situado de manera concreta, más que le pesara. Así, sólo por el hecho preciso de haber nacido en esta o aquella familia, bajo unas u otras condiciones, quedaba asignado el destino que cada cual habría de cumplir, inexorablemente, si lograba estar a la altura que se le estaba exigiendo. Vivir consistía en poseer el lugar que correspondía en la familia, puesto que el sujeto era, ante todo y sobre todo, un nudo de relaciones comunitarias.

Sin embargo, como ya señaló Benjamin Constant en su celebrado discurso “Sobre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos”, nosotros, los que hoy hollamos la tierra con nuestros zapatos de piel sintética, optamos con toda claridad por asumir como vida libre únicamente aquella que ha quedado sometida a nuestras preferencias subjetivas. Queremos ser dueños de nuestra vida configurándola a capricho, y no tener que hacernos cargo de un yo al que le habían decidido sus andares antes siquiera de que los pudiera tomar en consideración.

Esto significa, en primer lugar, que cada uno quiere determinar el sentido de su propia futuro, y necesita tomar el tiempo suficiente como para construir ese yo original y auténtico. Entiéndase: cuando el destino coincidía con el origen (con la genealogía) el uso del tiempo marcaba un único y trillado sendero. Cuando la respuesta al ¿qué hacer? no tiene más origen que mi creatividad histórica y socialmente situada, hay obstáculos, hay dificultades, limitaciones, pero lo que no hay es sendero.

Por ese motivo fue preciso, para empezar, reducir drásticamente la jornada laboral, de manera que se pudiera disfrutar del resto  de la vida y además hacerlo en condiciones. Ese “hacerlo en condiciones” supuso que nos quisiéramos quitar de encima todo lo que significase una “ocupación externa y heterónoma” de nuestro tiempo: así los hijos, cuyas necesidades tienden a imponerse sobre nuestros deseos  sin compasión ni medida, y de la misma manera el cuidado de los mayores e incluso la vida de pareja, que puede llegar a ser un serio obstáculo para la construcción de mi propio yo, porque ocupa demasiado tiempo.

Desde esta perspectiva cabe decir que la revolución industrial, la tecnológica y también la técnica aplicada a la regulación de la sexualidad no son otra cosa que conquistas de tiempo, estrategias triunfadoras para los nuevos seres humanos, acaparadores de años puestos a su disposición. Atesoramos minutos como los ricachones avaros atesoran montoneras de dinero inerte y, como ellos, pugnamos por ser los que tengan más tiempo de todo el cementerio.

Lo que no podíamos imaginar es que iba a llegar un momento en el que sin hijos, sin pareja (al menos estable, comprometida con nuestro tiempo y nosotros con el suyo) y sin comunidad objetiva, alcanzaríamos unas cotas de posesión del tiempo tal que no sabríamos qué hacer con él, y éste es un grave problema. Ya los primeros navegantes que exploraban los casquetes polares sabían que en caso de verse obligados a hibernar el mayor enemigo, más terrible que el intenso frío, que el hambre y la enfermedad o que los osos polares, era el aburrimiento. Una tripulación aburrida pronto se hundiría en la tristeza y la desesperación, llegando a asesinarse los unos a los otros arrastrados por una desidia homicida.

Por eso exigimos ahora al estado, que durante los últimos siglos se ha esforzado enormemente por dotarnos de más años, meses y semanas, que nos despiste el tiempo, que nos ayude a hacerlo llevadero. Necesitamos, más que el pan y la sal, que nos ofrezca entretenimientos varios con los que “matar el tiempo”, que se nos hace insoportable y amenaza con cubrir nuestra vida con un mar de aburrimiento. Porque el aburrimiento, como el mar, carece de paredes pero también de salida, y nos ahoga en su extensión infinitamente repetida.

La respuesta del estado ha sido transformar el tiempo en consumo, lo que significa, a la postre, que la propuesta política sobre el tiempo es jugar con él al escondite, huir de él, darle esquinazo, que es tanto como dárselo a la propia vida, puesto que consiste, sencillamente, en tiempo.

Hemos de consumir el tiempo, tenemos que librarnos de él y, para ello, requerimos dinero. Así nos empeñamos en gastar el tiempo para ganar el dinero que emplearemos en gastar el tiempo, en un bucle interminable y absurdo. ¿Quién le dirá a la mujer y al hombre de hoy que sólo hay una manera de no perder el tiempo y que ésta consiste en darlo? ¿Acaso no es eso lo que hacen los que transforman el tiempo en crecimiento personal, estudiando y desarrollándose para así poder ofrecer a otros un tiempo sustancioso y lleno de valor, es decir, una experiencia sopesada y cabal?

Perdido el para qué de la vida corremos delante de ella como un gato al que un gañán hubiese atado una lata al rabo. Ese yo desaparecido, que siempre se apresura a ir un paso por delante de nosotros y no se deja alcanzar, se lleva consigo el sentido de la existencia. No sabemos quiénes somos y no sabemos para qué somos. Sin alguien a quien darnos, sin sentir que somos algo que merece la pena que otro reciba, todos los segundos que se han amontonado a la puerta de nuestra casa son puntas de plomo que nos sajan las carnes con su agudo grito: “¿hay alguien que ame la vida y desee días felices?”
 

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