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Escucha tu herida

Carlos Padilla Esteban - publicado el 30/04/14

Nuestra herida es nuestra identidad más honda, tiene que ver con nuestro nombre
En la herida de Jesús todos tenemos un lugar. Nuestra herida es nuestra identidad más honda. Tiene que ver con nuestro nombre.
 
Jesús, en su herida del costado, de sus pies y de sus manos, muestra lo que es en lo más profundo. El Dios que se anonadó tanto que se dejó matar, que se dejó atravesar, que se dejó clavar. Manso, obediente, humilde, dócil, que perdona en la cruz, que abre su corazón a cualquier hombre, que recibe a todos, que espera a todos, que ama hasta el extremo, que no pide, que sólo da.
 
Eso es lo que las heridas de Jesús dicen. En su costado está la fuente que sacia toda sed. En sus manos están las señales de su amor inmenso, de sus caricias. En sus pies rotos está la marca del Dios que quiso hacerse peregrino, caminante, que amó con toda el alma y venció la muerte.
 
Tomás le reconoce. Sí. Es Jesús. Sabe de memoria sus heridas porque las ha repetido en su mente y en su corazón día y noche. Le dolieron. Le dolió no estar allí.
 
Pero Tomás ve más en esa mirada de Jesús. Esa mirada lo cambió todo. Ve más que los demás. No sólo reconoce a Jesús. Es Él, el que vivió con ellos y les cambió la vida. Él ve a Dios. Sus ojos ahora son capaces de ver más allá. De ver la verdad de Jesús, igual que Jesús ha visto su verdad: «Señor mío y Dios mío». Es la confesión más bonita, la que muchos repiten cada día en la Eucaristía cuando se alza el cuerpo de Cristo y nos arrodillamos.
 
Eso es lo que ve Tomás, ve a Dios, porque sólo Él puede amar así. Sus palabras son de adoración. Eso es lo que sintió Tomás. Jesús no le recrimina. No le echa en cara no haber estado al pie de la cruz, ni haber huido, ni siquiera no haber creído cuando le contaron. Sólo mira, sólo vuelve por él.
 
Es el amor de Dios. Infinito. Tomás, ahora, conoce a Jesús. Sabe quién es. El Señor de su vida, el que da sentido a todo, el que ama más allá de lo correcto, de lo justo, de lo lógico, el que se deja herir, el que sólo piensa en el hombre, el que vuelve cada día para cada uno, el que aparece mil veces en nuestra vida para decirnos que está vivo, que su amor cálido ha vencido a la muerte y ya no tiene límites.
 
Que nunca nos va a dejar hagamos lo que hagamos. Que viene a buscarnos, que vuelve, que espera, que llama, que se acerca, que se somete. El amor de Jesús. El amor de Dios.
 
Su corazón herido. La lanza lo abrió para siempre. Ahí, en ese corazón roto, abierto en la cruz, está el latido de Dios que late por mí. El miedo se convierte en alegría. Cada vez que llega Jesús a nuestra vida, sucede lo mismo, nos llenamos de alegría.
 
El encuentro de Jesús con Tomás sana su corazón herido. A veces escondemos nuestras heridas. Mostramos lo que valemos. Y en realidad es verdad que a veces nos juzgan por nuestros talentos.
 
Hoy Jesús muestra sus heridas. Y le reconocen. Es el abrazo de la misericordia. Tomás se sabe pecador. Ha desconfiado de Dios, ha puesto en duda su amor, ha desconfiado de sus hermanos. ¿Cómo es posible que el pecado sea el camino para tocar a Dios?
 
¿Cómo puede ser posible que mi debilidad, mi envidia, mi limitación, mi caída, se convierta en la roca de mi vida y en la experiencia de amor más fuerte, más liberadora, más sanadora?
 
Una persona rezaba así al meditar sobre su herida: «Sigues allí, diciéndome que es posible, que no te importa mi pecado, que Tú lo limpias de nuevo, otra vez, y tantas veces. Que me escoges para que anhele estar fundida en tu corazón. Soy consciente de mi pequeñez. Gracias por no hacerme muy capaz de muchas cosas, así me es más fácil no esperar mucho de mí.
 
Gracias, Señor, por dejarme estar en tu corazón aun sabiendo cómo soy, aprendiendo lo que hace tiempo debería haber aprendido. Gracias por enseñarme a estar en mi herida, esa herida que haces tuya. Gracias por hacerme sentir que por ella, mi camino, pueda también ser fuente de tu misericordia».
 
Esa experiencia sólo es posible desde la misericordia de Dios. Es su amor más fuerte que la muerte, su amor imposible.
 
La caída de Tomás se convirtió en la experiencia de amor más grande de su vida. La experiencia de amor que lo sanó para siempre. Su caída fue camino de salvación para vivir el amor de su vida. Su pecado fue el comienzo. Su herida fue la puerta. Cuando fue más pequeño, fue más amado. Es un misterio. 

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