Apoyemosle no desde reverencias cortesanas, sino desde la responsabilidad compartida
La noticia de la abdicación del Rey Juan Carlos es muy relevante para la vida del cristiano y de la Iglesia que peregrinan en este País. No tanto o no sólo porque en la oración de los fieles en la celebración de la Eucaristía, preceptiva en algunas fiestas como el día de la Hispanidad, pedimos por el Rey de España, sino porque, como reza el Concilio Vaticano II, “nada humano es ajeno a la mirada cristiana”, y bastante importante es para la vida humana la estabilidad social y jurídica de una nación.
Lo primero que brota de una mirada de la actualidad transida por la fe es el agradecimiento, que no es incondicional pleitesía, a alguien que durante casi 30 años ha servido lo mejor que ha sabido a nuestro pueblo.
Como ha declarado en nota oficial la Conferencia Episcopal Española, al Rey le debemos agradecer “su entrega generosa y su contribución a la historia reciente de España, en particular a la instauración y a la consolidación de la vida democrática, con especial relevancia durante el período de la Transición Política”.
Pero además, su abdicación, en un país donde no pocos hacen de su servicio público un pedestal, merece un reconocimiento especial. Da la impresión que el efecto Benedicto surte efecto. Que el testimonio de humildad y de servicio del Papa Sabio de hace un año puede haber desencadenado consciente o inconscientemente, sobre todo en personas con grandes responsabilidades sociales, un contagioso impulso a conjugar verbos tan generosos como son dejar o ceder a otros, dar paso, renunciar o delegar.
Pero aun surge otra consideración que no querría obviar: la necesidad de ofrecer nuestro apoyo al nuevo Rey, Felipe VI. No con las reverencias cortesanas de antaño de un plebeyo a un monarca, tan actuales a políticos, empresarios, deportistas, o comunicadores de fama. Sino desde la responsabilidad compartida.
Felipe VI tiene que cumplir la nada fácil misión de ser garante de unidad, de seguridad, de justicia y de paz social, no actuando políticamente, sino como un buen maestro, como un buen arbitro, como un buen ceñidor de convergencias en la diversidad y de responsabilidades morales en la gestión común.
Lo conozco lo suficiente para estar seguro de que lo va a hacer muy pero que muy bien, pero también lo aprecio lo suficiente como para saber que necesitará de la lealtad de toda una nación. Y porque además de que vaya a ser nuestro Rey, es un hermano nuestro en la fe.