Testigos de un relevo generacional pacífico en la jefatura del Estado Español
El 27 de noviembre de 1975, en los Jerónimos de Madrid, el hasta ahora Rey Juan Carlos I, fue reconocido, en las palabras del entonces cardenal arzobispo de Madrid, como “rey de todos los españoles”. El “de todos los españoles” resonó varias veces en la homilía de aquella solmene misa como algo que trasciende los debates y las vicisitudes políticas, como deseo hecho oración de un pueblo abrazado desde la fe por significar una condición fundamental para la justicia, la paz, la concordia y la prosperidad de nuestro pueblo.
Hoy, como entonces, estamos llamados a dar gracias a Dios, muchas gracias a Dios, infinitas gracias a Dios, por haber oído entonces aquella petición y, treinta y nueve años después, no sin la ayuda del mismo Rey y la de los mismos españoles, habernos dado la oportunidad esta mañana de ser testigos de un relevo generacional pacífico en la jefatura del Estado Español con la proclamación de Felipe VI como Rey de todos los españoles.
Gracias, Señor, por nuestro nuevo Rey, por ser lo que es, pero también por ser como es, tal y como nos ha demostrado a todos esta misma mañana, dando prueba de su fidelidad al cuarto mandamiento, dedicando gran parte de su discurso de proclamación a sus padres, con sinceridad y cariño.
Por ser consciente de que heredar una tan alta responsabilidad, ser signo del valor evangélico de la generosa donación y del merecido agradecimiento; y por su expreso deseo de ser promotor, entre todas las instituciones públicas y sociales, y entre todos los españoles, de diálogo y de encuentro, de conciliación y de reconciliación.
Gracias, Señor, por haber inspirado en nuestro nuevo Rey una de las expresiones más genuinas de la Doctrina Social de la Iglesia, “unidad en la diversidad”, lema de los principios de solidaridad, subsidiaridad y bien común. Gracias por infundir en él tu espíritu de justicia, de fraternidad, y de paz.
Y por último, Señor, gracias por habernos permitido vivir este momento, a pesar de tantos augurios de los que San Juan XXIII llamaba los “profetas de calamidades”, bajo el amparo de la estabilidad y la continuidad, jurídicamente amparada por la Constitución, socialmente amparada por el amor cristiano que anida en nuestras raíces culturales y en la gran mayoría de las familias españolas, un amor de todos y para todos, y un amor también a nuestro Rey, y hermano en la fe, que especialmente los cristianos convencidos estamos llamados a brindarle, confiando en él, y orando por él.