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¿Por qué tantos escritores se han hecho católicos en el siglo XX?

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Enrique Chuvieco - publicado el 04/08/14
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El materialismo provocó que el catolicismo se hiciera presente “de modo notorio en la cultura europea”, según el profesor Sánchez Costa
Patmore, Chesterton, Péguy, Maritain, Wilde, Claudel, Graham Greene, Marcel, Bernanos o Maeztu fueron algunos de los intelectuales que mostraron “su atracción por el catolicismo, que no estuvo reñida con una crítica profunda, pero constructiva”, precisa el profesor Enrique Sánchez Costa.

Sobre esto abunda en su libro El surgimiento católico en la literatura moderna: 1890-1945 (Ediciones Encuentro). Aquella revisión precedió en el tiempo al Concilio Vaticano II –según el Premio Extraordinario en Humanidades 2012- porque se valoraron aspectos que el catolicismo había aparcado, como la consideración vocacional del trabajo, “llamada divina a transformar el mundo (…) y del matrimonio, el sexo como “manifestación corporal y gesto del amor esponsal”, el aprecio por los placeres que Dios nos concede y “la vida ordinaria como lugar prioritario de realización personal y de encuentro con Dios”.
 
-¿Cuál es la tesis de su libro “El resurgimiento católico en la literatura europea moderna (1890-1945)”?

El libro recorre la historia intelectual de un fenómeno sorprendente, pero verídico: desde finales del siglo XIX hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial el catolicismo se hizo presente, de modo notorio, en la literatura y la cultura europea.

-¿Por qué lo califica de algo sorprendente? ¿No era Europa, por entonces, mayoritariamente católica?

Estadísticamente sí. Pero la realidad, sobre todo en el mundo intelectual, era muy diferente. Para empezar, muchos países de Europa, como Inglaterra, habían abrazado siglos atrás la Reforma protestante, y los católicos allí eran una minoría. Pero incluso en países tradicionalmente católicos, como Francia, la Ilustración y el positivismo del siglo XIX habían desplazado el catolicismo hacia los márgenes de la cultura.

A finales del siglo XIX imperaba en Europa una concepción materialista, abanderada por Darwin, Marx, Comte o Durkheim. Lo que importaba era la herencia biológica y social de cada individuo y sociedad, los poderes económicos que la regían, el progreso ilimitado que traerían la razón y la ciencia. La espiritualidad se equiparaba a menudo con la superstición y el atraso intelectual…

-¿Qué fracturó esa coraza materialista que, según usted, se imponía entonces en la cultura europea?

El materialismo, con su visión roma y horizontal de la realidad, comenzó a contrariar a muchos artistas e intelectuales europeos. Lo expresaba muy bien el pintor Kandinsky en 1911: “Nuestra alma, que después de un largo período materialista se encuentra aún en los comienzos del despertar, contiene gérmenes de la desesperación, de la falta de fe, de la falta de meta y de sentido. Todavía no ha pasado toda la pesadilla de las ideas materialistas que convirtieron la vida del universo en un penoso juego sin sentido”.

Muchos artistas e intelectuales, que veían que el ser humano era equiparado a un animal, y que el progreso tecnológico llevaba a la autodestrucción (Primera Guerra Mundial), trataron de alcanzar alguna esperanza. Y la encontraron a través de caminos muy diversos: unos, en el culto del arte por el arte (que redimiría de una vida grisácea); otros, en espiritualidades heterodoxas (como el gnosticismo, la teosofía o el espiritismo), que ofrecían escapatorias al mundo conocido; otros, en utopías sociales transformadoras de la sociedad (eugenesia) o en movimientos políticos radicales, como el comunismo ruso, el fascismo italiano o el nazismo alemán. Y otros, como los escritores estudiados, en la Iglesia y el pensamiento católico.

-¿Qué atrajo a esos intelectuales a la Iglesia católica?

En un momento en que el individualismo había atomizado la sociedad, encontraron en la Iglesia una comunidad; una comunidad de fe, pero también de sentimientos, de hermandad. En el mundo caótico y relativista en el que vivían, hallaron en la Iglesia un orden, tanto interior como exterior, un islote que resistía las tempestades ideológicas. Encontraron allí un hogar metafísico, un ideal, un horizonte y un sentido vital; una meta y una esperanza que guiara sus vidas. Descubrieron una tradición de pensamiento antigua, pero al mismo tiempo novedosa. Y, desde el punto de vista místico, conocieron a Jesucristo, que amaba incondicionalmente y que era el ser más digno de amor.

-¿Y, a su vez, qué aportaron esos intelectuales al pensamiento católico?

Su atracción por el catolicismo no estuvo reñida con una crítica profunda, pero constructiva, de algunas derivaciones históricas del pensamiento católico. Muchos autores de este resurgimiento católico, como Patmore, Chesterton, Péguy, Maritain, Bernanos o Maeztu, en contra de importantes corrientes de pensamiento católico, afirmaron que el trabajo no era –como se había afirmado durante siglos– un castigo o una mera necesidad de subsistencia, sino una vocación, una llamada divina a transformar el mundo y a dar gloria a Dios a través de esa “creación”.

Que el matrimonio no era en absoluto desdeñable, sino una vocación divina, un excelente camino de santificación, de realización y florecimiento personal. Que el sexo, en consecuencia, no era algo malo, sino una manifestación corporal, un gesto privilegiado del amor esponsal: imagen del amor que Dios profesa a sus hijos. Que el “mundo”, en general, y el placer en particular, no era algo menospreciable; que era la vida ordinaria el lugar prioritario de realización personal y, al mismo tiempo, de encuentro con Dios. Eran ideas entonces originales y novedosas, pero que serían décadas después asumidas y amplificadas por la Iglesia en su Concilio Vaticano II.

-¿Qué podría responder a quien pensara que ese fenómeno que describe en su libro poco tiene que ver con las preocupaciones del mundo actual?

Que, de hecho, el panorama que vivieron estos escritores y el actual, se asemejan en muchas cosas. En ambos casos el trasfondo cultural era de incertidumbre metafísica (relativismo, nihilismo); en ambos casos encontramos una crisis de valores que afecta a todos los ámbitos de la existencia humana; y en ambos casos se producen reacciones similares para tratar de superar esa crisis.

¿No clamaban Mussolini, Hitler o José Antonio Primo de Rivera contra la democracia liberal y sus privilegiados, contra los extranjeros (judíos) o contra determinados sectores de la población (comunistas, capitalistas)? ¿No hacen algo parecido movimientos políticos actuales, como Podemos en España, Le Front National en Francia o el Partido de la Libertad de Austria? ¿No se exalta también hoy el nacionalismo?

¿No vemos hoy un renacimiento de las espiritualidades heterodoxas y orientales? ¿No se aferran muchos a la cultura como a una tabla salvadora en medio de la tormenta? Los parecidos son múltiples. Y es clave conocer la historia, con el fin de no retomar los caminos sin salida; y, en su lugar, ahondar en los senderos espirituales que aportaron más luz, más amor y esperanza.

-Para terminar, ¿podría recomendarnos dos lecturas de autores que aparecen en su libro?

Entre los ensayistas y biógrafos, recomendaría sin duda a G. K. Chesterton (publicado magníficamente por Acantilado). En cuanto a las novelas, me decantaría por la obra maestra de Evelyn Waugh: Retorno a Brideshead (Tusquets Ediciones).

 

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