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¿Por qué un sacerdote debe obedecer a su obispo?

DOLAN,ORDINATION,TRENTON

Nicholas hace sus votos de obediencia

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Henry Vargas Holguín - publicado el 05/08/14
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Porque debe haber comunión, fidelidad y un caminar en el mismo sentido en la Iglesia, aunque hay que hacerlo con criterio y responsabilidadTodos tenemos que obedecer, pero los sacerdotes quizás con mayor razón. ¿Por qué? Porque los sacerdotes somos los primeros que tenemos que imitar a Jesucristo pobre, casto y obediente, a través de los consejos evangélicos de la pobreza, la castidad y la obediencia; entre otras cosas, porque el sacerdote es alter Christus u otro Cristo.

El sacerdote secular (a diferencia del clero regular) no hace voto de pobreza, hace una promesa de obediencia; pero, llámese como se llame, la obediencia es de vital importancia para la Iglesia.


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Uno se podría imaginar un sacerdocio o un sacerdote de muchas maneras, maneras lícitas de vivir y ordenar jurídicamente el ministerio sacerdotal; pero lo que no cabe es imaginar un sacerdocio o un sacerdote sin obediencia.

En el interior de la Iglesia hay fuerzas que sin duda son en sí mismas positivas pero que abandonadas a sí mismas, sin ningún factor que las encauce o modere, acabarían por transformarse en causa de destrucción.

De ahí que la obediencia no sea una posibilidad, o algo accesorio u opcional sino una gran necesidad no sólo por cuestiones organizativas o de coordinación (motivos muy normales en cualquier organización humana) sino porque debe haber comunión, fidelidad y un caminar en el mismo sentido mirando a Dios y construyendo su reino.

Sin obediencia, la Iglesia saltaría por los aires en mil pedazos por fuerzas que chocarían entre sí (sin que fueran malas) desde su interior.

Cualquier virtud puede ser llevada más allá de lo recto; cualquier valor se puede tergiversar con buenas intenciones pues cada uno cree estar seguro de tener toda la razón (cada uno está seguro de que es el otro el que se equivoca), de aquí la importancia de la autoridad y de la obediencia.

Pero claro, la obediencia hay que saberla entender y llevar a cabo, pues nunca es absoluta; es decir no está por encima del testimonio valiente de la verdad y a la obediencia a Dios en la fe: “Pedro y los apóstoles contestaron: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres” (Hch 5,29).

Hay que obedecer con criterio y con responsabilidad: Con criterio pues Cristo mismo, que instituyó la obediencia en la Iglesia, sabía que el conferir la autoridad no implicaba siempre el recto uso de la misma.

Es decir existe la posibilidad (aunque fuera muy remota) de que el que manda no lo haga siguiendo la voluntad de Dios.

Y obedecer con responsabilidad pues si alguna acción fracasa no es por la directriz de la autoridad sino por incompetencia del que obedece.

Y dentro de la responsabilidad se encierran otras actitudes como son: la diligencia, la alegría, la corresponsabilidad y el poner en marcha carismas y aptitudes.

Hay que recordar que los sacerdotes deben ser colaboradores de la verdad. Una cosa está clara: la virtud de la obediencia es voluntad de Cristo; es más, Jesús se hizo obediente al Padre, y le obedeció hasta la muerte.

Él, el Sacerdote por antonomasia, nos enseñó esta sagrada virtud, pues la obediencia lo hace todo por amor. Por amor no al superior, sino a Dios.

Es una virtud muy necesaria y, también muy difícil de ejercitar pues se trata de someter el propio juicio, se trata de ser humilde.


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“La obediencia es el entierro de la voluntad y la resurrección de la humildad”.

El papa Francisco recordó a los sacerdotes la necesidad de las “hermanas” pobreza, fidelidad y obediencia para conservar la “alegría sacerdotal“, durante la homilía de la misa Crismal del 17 de abril de 2014, en la Basílica de San Pedro.

¿En qué momento el sacerdote promete obediencia?

En la ordenación sacerdotal el obispo pregunta al ordenando: “¿Prometes a mí y a mis sucesores reverencia (o respeto) y obediencia?”. Y quien será ordenado responde: “Prometo”.

El diácono que será ordenado sacerdote promete obediencia justo en los instantes previos al rito de ordenación sacerdotal propiamente dicho, es decir, antes “del rito esencial del sacramento del Orden, que está constituido, para los tres grados, por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando, así como por una oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato es ordenado (cf Pío XII, Const. ap. Sacramentum Ordinis, DS 3858)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1573).

Con la ordenación sacerdotal, el sacerdote recibe del obispo la potestad sacramental y la autorización jerárquica para colaborar en el ministerio episcopal.

Es decir, “…no se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal, particularmente con el proprio Obispo, hacia los cuales debe observarse obediencia y respeto” (Exhortación Apostólica Post-sinodal Pastores Dabo Vobis, 28).

El compromiso adquirido el día de la ordenación sacerdotal no se debe mirar tanto como un vínculo jurídico, sino como una comunión jerárquica querida por Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, en la relación del presbítero con el propio obispo.

De este modo el sacerdote se siente partícipe ontológicamente del sacerdocio y del ministerio de Cristo.

Y la comunión jerárquica se basa en la caridad sobrenatural. “Las relaciones entre los obispos y los sacerdotes deben fundarse principalmente en los vínculos de la caridad sobrenatural de tal manera que la unidad de intenciones hagan más fructuosa la común acción pastoral al servicio de las almas” (decreto Christus Dominus, 28).

La lección del perro obediente

En un seminario un director espiritual, gran entendedor de perros, llevo al seminarista que dirigía al lugar donde tenía su perro para enseñarle la virtud de la obediencia.

El sacerdote le había enseñado a su perro la obediencia. Y, ante el seminarista, el sacerdote puso al perro a prueba. Le puso un suculento trozo de carne en el piso y le daba, verbalmente y con señas, esta orden: “Tatoo, no te comas la carne”.

El perro, que debía  tener unas fuertes ganas de comer la carne, terminaba entre la espada y la pared o sea en una posición muy difícil: obedecer o desobedecer la orden de su amo.

Pero el perro nunca miraba la carne. ¿Qué hacía? Pues el perro no apartaba la vista de su amo. Parecía que pensaba que si lo dejaría de hacer, caía fácilmente ante la tentación de comerse la carne, de desobedecer en definitiva.

El sacerdote formador le dice al seminarista: “De aquí se puede sacar esta lección espiritual para ti y para mí:

Ante la tentación de la desobediencia siempre mira el rostro del Maestro, el rostro de tu dueño. Dios nunca nos tentará a hacer lo malo. Encontraremos muchas tentaciones para desobedecer en la vida, pero si mantenemos la vista fija en nuestro Señor podremos salir exitosos”.

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