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Los niños de la calle y la cultura del descarte en México: Mamá Rosa y el Chinchachoma

MEXICO, Zamora : A girl faints as she is being transferred to her hometown to be be returned to her parents, outside the shelter "La Gran Familia"(The big family) where four days ago police rescued 596 people, including 458 children in Zamora, Michoacan State, Mexico on July 19, 2014. Mexican authorities Tuesday found nearly 600 people, most of them children, living in squalid conditions amid rats and insects in a residential facility, after complaints of abuse and kidnapping. AFP/PHOTO Hector Guerrero

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Jorge Traslosheros - publicado el 13/08/14
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El triste fin del albergue La Gran Familia no debe hacer olvidar la lucha por los más débiles
Bien ha señalado el Papa Francisco que los niños y jóvenes se cuentan entre las primeras víctimas de la cultura del descarte. Y los olvidados entre ellos, por recordar al gran Buñuel, son los niños de la calle. En México, dos personas destacaron de manera muy especial por ser los primeros en ocuparse de ellos y poner el grito en el cielo, con la fuerza bíblica del término. Son recordados como Mamá Rosa y el Chinchachoma. Una, Rosa Verduzco Sahagún, laica sin explícita filiación religiosa y, el segundo, un sacerdote escolapio llamado Alejandro García Durán.
 
Durante el mes de Julio fuimos testigos del escándalo mediático en torno a Mamá Rosa, mujer de ochenta y cinco años, así como del triste final de su famoso albergue “La Gran Familia”. En esencia, se le acusó, no sin motivo, de maltrato a los niños y jóvenes que ahí se encontraban. Siempre cabe la pregunta, ¿cómo una institución que fue pionera en la denuncia puede terminar en tales condiciones? Por ahora, las reacciones de la conseja mediático han sido variopintas y sólo algunos políticos han pretendido sacar raja del árbol caído, lo que es poca sorpresa. El suceso me ha provocado una serie de reflexiones que apenas he logrado ordenar, pues forman parte de vivencias personales que marcaron mi existencia.
 
No conocí en persona a Mamá Rosa, pero sí seguí durante algún tiempo el desarrollo de su institución. Conocí al sacerdote y religioso escolapio Alejandro García Durán, a quien los niños bautizaron con el nombre de Chinchachoma o simplemente Chincha. Colaboré con él directamente. Viví en una de las varias casas que instaló para sacar adelante a los chavales. Como siempre sucede, mi intención era ayudar y recibí el ciento por uno. Después, mi vida nunca volvió a ser la misma. Jesús nunca falta a sus promesas.
 
Mamá Rosa saltó a la fama casi al mismo tiempo que el Chincha y por iguales razones. Se jugaron la vida, literalmente, con los niños de la calle, abandonados, delincuentes y drogadictos, perseguidos y explotados por policías, judiciales y criminales sin distinción. Hoy, a estos niños y adolescentes les denominamos “en situación de calle”, en parte para que no se oiga tan feo y otro tanto para señalar que su vida sí tiene puerta a la esperanza. Pero la verdad es que eran, como son, hijos de la calle y ningún eufemismo podrá paliar semejante marginación. Son producto excelso de la cultura del descarte y la exclusión. Esta cultura dominante, mejor dicho subyugante,  les roba su humanidad, los margina porque son desagradables, violentos, peligrosos, molestos. Y sin embargo, ellos son los hijos amados del frágil y pequeño Dios de los cristianos. Así lo entendió claramente el Chinchachoma porque era un sacerdote ejemplar y, de alguna manera, también Mamá Rosa como mujer, laica y civil, como dije, sin explícita identidad religiosa (ignoro si alguna vez la tuvo).  
 
La muy relativa claridad con la cual hoy se habla de “niños en situación de calle” no siempre fue tal. Cuando el Chincha empezó su labor eran invisibles porque nadie quería enterarse de su existencia. Sólo una mirada de misericordia podía darles identidad y devolverles su humanidad. Esos fueron los ojos del Chinchachoma y también, de alguna manera, los de Mamá Rosa. Y no porque fueran angelitos pues no lo eran, ni lo serán. Son violentos e intratables, desconfiados a cual más, capaces de actos de nobleza impredecible, como de acciones difíciles de comprender e imposibles de justificar. El romanticismo en nada ayuda a entender la vida que llevan y fácilmente se torna en obstáculo para su adecuada atención en México, como en cualquier lugar del planeta. Del Chincha me consta el crudo realismo con que comprendía el problema. De Rosa, sería difícil albergar alguna duda.  
 
Esa mirada implicaba una fe, esperanza y caridad a prueba de balas (literalmente), virtudes teologales que vivieron a la intemperie, pero también una personalidad tremenda, avasallante, fuera de lo común, capaz de intimidar a policías, judiciales y criminales. Y en este terreno, el carácter de Rosa no tenía paralelo. Ni siquiera el huracán llamado Chincha se le igualaba.

 
Sin aquella personalidad nada hubieran logrado.  Eso me queda muy claro. Ni la fundación de esa obra sobresaliente y pionera por muchas razones como fue “Hogares Providencia”, ni el albergue “La Gran Familia” armado a la usanza de entonces, incluidas asperezas y muy poca sofisticación pedagógica. En ambos casos, con mucho menos recursos de lo que podría imaginarse. Eran un pequeño milagro cotidiano cuyas anécdotas de sobrevivencia dejarían perplejo a más de uno. Dios provee.  
 
Los límites de un carisma avasallador
 
Es cierto que su carisma señaló una senda que desde entonces otros más se han atrevido a recorrer, diversificando métodos y estrategias, tal vez con mayor elaboración pedagógica. Pero también lo es que hicieron depender su obra de su tremenda personalidad. En el caso del Chincha, al final, no fue gran problema. Sacerdote como era, él mismo se sabía incapaz de generar un instituto como en su momento lo hiciera san Juan Bosco, ese gigante que devolvió su humanidad a los niños de Turín, pionero de cuanto hoy observamos en la materia dentro y fuera de la Iglesia.

El Chincha sabía de sus propias limitaciones, cuya toma de conciencia le requirió un gran esfuerzo espiritual alimentado con enormes cantidades de humildad. Así, poco a poco, dejó en manos de otras personas los asuntos administrativos para dedicarse a tantísimos chamacos. Hogares Providencia, lejos de armarse como un acorazado dispuesto a la batalla, se mantuvo pequeño dando lugar, mejor dicho provocando otros alientos con similares fines. Hoy, en México, no existe iniciativa a favor de los niños de la calle que no tenga que ver con el legado del Chincha. Cuando la muerte lo sorprendió, él estaba listo para seguir a sus niños en el cielo. Estuve en su funeral, el cual se llevó a cabo en la pequeña capilla del barrio de la Candelaria de los Patos, su parroquia, situada en una zona en verdad marginal de la ciudad de México. Aquello fue una alabanza a Dios y un grito de esperanza. Ignoro si su causa de beatificación ha sido abierta. Debería. Dios es bueno.
 
El caso de Mamá Rosa fue muy distinto. Ella siempre se mantuvo al frente de su albergue hasta los recientes acontecimientos. Cuando era joven y fuerte lo manejó con incomparable energía; pero también los siervos fieles sufren la inquina del tiempo y los años pasan factura. Entonces, otros empiezan a tomar decisiones. Cuando una institución tan delicada depende solamente de una personalidad tan fuerte, con el tiempo las consecuencias pueden ser terribles, como lo fueron. La buena voluntad nunca ha sido suficiente. Esto es ley de la vida y creo que aquí está el fondo del triste final de ella y de su albergue.
 
¿Cuándo perdió Mamá Rosa el control de sí misma y, en consecuencia, del albergue? Ella, que nunca fue ejemplo de buenos modos en su trato con el mundo, mucho menos de planeación pedagógica, aunque sí de caridad enfurecida. ¿Cuándo esos otros empezaron a tomar decisiones en su nombre? Y, cuando lo hacían, ¿en representación de quién realmente actuaban? Rosa nunca renunció al control del albergue, por la sencilla razón de que éste siempre fue un anexo de ella misma, ni fue capaz de darse cuenta que, desde hacía años, su pretendido control era ya una engañifa. La grandeza de reconocer el momento en que es indispensable dar un paso de lado está reservada a muy pocos en la historia. San Francisco y Benedicto XVI son luces que indican el camino correcto. Dios nos permita desarrollar tan fina sabiduría.
 
Las cuentas pendientes de la cultura del descarte
 
Hay un filón delicado en esta historia que resulta ser de la mayor importancia. En su momento, Rosa como el Chincha pusieron el dedo en la llaga y advirtieron de su gravedad. Los niños de la calle requerían atención urgente y se debía actuar con decisión para prevenir más casos similares. No les hicieron caso. Hoy es una herida que sangra y supura más que nunca. Nuestros pequeños hermanos de la calle están mucho peor que antes, si es que tal cosa es posible. La autoridad les presta poca atención y los esfuerzos de la sociedad civil, aunque heroicos, resultan insuficientes. Ninguna iniciativa civil logrará solucionar el problema, mucho menos prevenirlo, mientras estos menores permanezcan al margen de las políticas públicas, en la medida en que la cultura del descarte y la muerte siga dominando nuestra cotidianidad. La vulgaridad del mal se hace presente con su pestilente aliento hasta hacernos insensibles e impotentes.

 
Por lo anterior, me parece muy grave que gran parte de la atención mediática se haya centrado en Mamá Rosa, una mujer de ochenta y cinco años, y no en las personas con las cuales se jugó su existencia. Ellas son las importantes, no Rosa. El problema es que los niños no son botín apetecible para los políticos. Ella sí, porque puede ser utilizada como arma arrojadiza en la contienda electoral. En su momento gozó de gran prestigio y fue protegida por políticos de distinto signo. Entonces, una foto con ella era prenda decorosa. Vieja historia. Con los políticos sólo las relaciones institucionales son convenientes y en ocasiones ni así. La personalización en el trato tiene olor a clientelismo. En este tipo de política no hay amigos, acaso se cuecen intereses pocas veces confesados.
 
En su mayoría, la opinocracia se desentendió del problema de fondo. La solución no es, como dictan los instintos autoritarios de algunos políticos y sus corifeos, que el Estado se lance contra las instituciones de la sociedad civil para sustituirlas o, de perdida, someterlas a su dominio. Estoy convencido de que el Estado jamás debe desplazar las iniciativas de la sociedad. En este caso, como en muchos otros, sería incapaz de atender el problema y no por falta de recursos, sino de vocación. La atención a una persona en esas condiciones está muy lejos de ser un trámite burocrático.
 
Al Estado y los gobiernos, federal y locales, hay que llamarlos a cuentas porque han fallado en el auxilio debido a estas iniciativas, como forma apropiada para atender a los niños de la calle. Regular y supervisar el desempeño de las instituciones de la sociedad civil es importante, de hecho parte de la obligación gubernamental, así como lo es desarrollar políticas públicas de apoyo a esas mismas instituciones mediante la transferencia directa e indirecta de recursos, por ejemplo, a través del temido subsidio social que es la exención de impuestos. Resulta increíble que, guiados por el prejuicio, los políticos mexicanos mantengan la prohibición de deducir impuestos por donativos entregados a instituciones de inspiración religiosa que son, en su gran mayoría, las que por vocación se orientan a la atención de estos sectores sociales.
 
Mamá Rosa, con toda su rudeza, como el Chincha en su esperanza, dejaron una herencia que no está en la eficacia o eficiencia de su trabajo, sino en la manera de mirar y así devolver su humanidad a los más pequeños. Es la mirada del Nazareno de la cual el Chincha, doy testimonio, era consciente a plenitud; pero también mamá Rosa durante sus años de lucidez, aunque después la haya extraviado al grado de la locura, al punto de convertir su institución en remedo de aquello contra lo cual tanto luchó. La oración no es asunto de vanidades, ni accesoria a la acción. Cuando falta, nos convertimos en esclavos de nuestras limitaciones, en dioses de nuestra estulticia.  
 
Chinchachoma y Mamá Rosa marcaron un camino cuya virtud puede ser reconocida por la simple razón, siempre que esté orientada por la caridad. La lucha contra la cultura del descarte no conoce cuartel y no se puede dar solamente con las armas de la eficiencia, ni es asunto de la eficacia en la acción, mucho menos de pura buena voluntad. Empieza, continúa y se sostiene con una mirada: la de Jesús frente a la hemorroísa, ante la hija de Jairo, la misma de Dios desde el principio de los tiempos. Es la mirada de bondad que hace nuevas todas las cosas, empezando por nuestra dolorida humanidad.
 

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