Los padres de Nicolás -Compañón y Amada- decidieron bautizarlo con este nombre en agradecimiento a san Nicolás de Bari después de haber pasado muchos años sin hijos. Este santo nació en 1245 en Fermo (Italia). La mayor parte de su vida la pasaría no lejos de su pueblo, en el convento agustino de Tolentino.
Fue ordenado sacerdote en el año 1269. Era buen predicador y esto hizo que se le pidiera que viajara a varios lugares. En estas situaciones, se esmeraba en vivir la penitencia, que habitualmente consistía, por ejemplo, en dormir en jergón de paja y solo con su manto. Las limosnas que recibía las daba a los pobres.
Un gran confesor
Era apreciado como director espiritual y como confesor. Para ayudar a que todos se acercaran a la confesión, imponía penitencias muy leves y él después se aplicaba el resto. Se flagelaba hasta el punto de que los notarios dieron fe de las cicatrices una vez fallecido.
Amaba la Eucaristía hasta el punto de preparar la contrición y confesarse diariamente para recibir mejor a Jesús Sacramentado.
San Nicolás de Tolentino tuvo una visión en la que las almas del Purgatorio le comunicaron que necesitaban sufragios para alcanzar el cielo que deseaban.
El demonio, como le ocurrió al santo Cura de Ars, lo maltrató varias veces, lo apaleó, lo hirió y llegó a dejarlo cojo.
Tuvo que andar con muleta los últimos años de su vida, cuando ya muchas personas consideraban que era un santo.
De hecho, no dejó nunca de celebrar misa (aunque hubiera que llevarlo en volandas) y curó milagrosamente a un hombre que sufría parálisis.
También, como al Cura de Ars, lo maltrató el demonio muchas veces, apaleándolo, causándole heridas y dejándolo finalmente cojo. Lo mejor de las limosnas que recibía lo daba a los pobres.
Cuando murió, en el año 1305, lavaron sus manos y conservaron el agua, que era curativa.
La reliquia del brazo de san Nicolás de Tolentino ha derramado sangre en más de 25 ocasiones.