No tener nada, no llevar nada, no pedir nada y esperarlo todo de DiosRetomando el título de uno de los libros más hermosos que leí ya en mi más tierna juventud, Sabiduría de un pobre, de Eloy Lecrerc, sobre la vida interior de San Francisco de Asís, me convenzo cada día más de que la pobreza (no la miseria, como explica el papa Francisco), es una bendición.
Sobre todo la pobreza espiritual, esa de la que en el fondo huyen los ricos tratándola de ahogar en el sucedáneo de las riquezas materiales, y que consiste en saber afrontar las pruebas de la vida, desde la humildad, la paciencia, la austeridad, la sencillez, y la caridad.
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Los pobres son el gran tesoro de la Iglesia porque los pobres son sus santos, sus bienaventurados, sus baluartes. Y si la Iglesia opta por ellos preferencialmente no es por lástima o compasión, como muchos creen, sino porque son lo mejor que tiene.
Los ricos, en cambio, sí que son atendidos a veces por la Iglesia con lástima, porque no terminan de liberarse de su persistente autoengaño, que les lleva a ser altaneros y exigentes.
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En las florecillas de san Francisco de Asís aparecen muchísimas anécdotas, literariamente maravillosas, y espiritualmente estimulantes, que nos adentran en este gran misterio evangélico de la pobreza de los ricos y de la riqueza de los pobres, de la que san Francisco ha sido el maestro más sabio.
Cuenta el santo que un día, hablando con Fray León de la perfecta alegría, después de enumerarle todas las cosas de este mundo que no la dan, le dijo: ahora, cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, y llamemos a la puerta del lugar, el portero vendrá enfadado y nos dirá: “¿Quién sois?”. Y cuando digamos nosotros: “Somos dos de vuestros hermanos”, él contestará: “Mentís; sois dos bribones que andáis por el mundo engañando y robando las limosnas de los pobres; fuera de aquí”; y no nos abrirá y nos hará quedar fuera, en medio de la nieve, del agua y del frío y con hambre hasta que sea de noche; entonces, si a tanta injuria, a tanta crueldad y a tantos vituperios nos sostenemos mutuamente y pacientemente sin turbarnos y sin murmurar de él (…) ¡oh, fray León!, en esto estará la perfecta alegría!
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En esta fraternidad de los pobres, en medio de penurias y sinsabores, pero bendecidos por el verdadero secreto de la felicidad que es el amor, se esconde el mayor tesoro, la mayor riqueza.
Como decía Pedro Casaldáliga, “no tener nada, no llevar nada, no pedir nada, no matar nada, y esperarlo todo de Dios”.
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