Pretender ordenarlo todo no tiene tanto sentido, no vale la pena… nos basta con buscarle a Él cada día
No sé bien si el deseo de escribir surge antes que el deseo de leer. No sé si uno tiene antes necesidad de contar lo que vive en el alma o de leer lo que alguien vive en el alma. No sé si es antes el deseo de abrazar o de ser abrazado, de amar o de ser amados. No tengo claro si necesitamos hablar antes que escuchar, o descansar antes que correr o es al revés.
Tal vez todo esté unido, tal vez no importe tanto qué viene antes. Lo importante es que hay cosas que están íntimamente entrelazadas en este camino de la vida. Como si el hombre estuviera integrado de tal forma por sus deseos que la sucesión entre uno y otro fuera un acto casi simultáneo.
Es por eso que deseo escribir y leer, amar y ser amado, llegar y salir, comenzar y acabar. Es por eso que cuando hablo quiero escuchar y cuando escucho deseo hablar con toda el alma. Son como los dos pies de un mismo paso, el día y la noche unidos al atardecer o al amanecer, el alma y el cuerpo que son una sola cosa, el comienzo y el fin de un nuevo capítulo.
Creo que están tan unidos los deseos que cuando deseo algo deseo al mismo tiempo lo siguiente. Y cuando algo temo, temo también algo diferente o parecido. Así somos.
A veces nos queremos dividir, queremos compartimentar la vida, las emociones, los pensamientos. Queremos clasificar, ordenar, distinguir. Queremos ser todo o nada a un mismo tiempo, queremos tocar ya el cielo y abrazar la tierra.
Pero a veces nos perdemos en ese intento de alcanzar la plenitud. Y nos conformamos con ser hoy de una forma y mañana de otra. Nos quedamos en la medianía. No levantamos el vuelo. Separamos, aclaramos, distinguimos, pero no integramos.
Por eso acabamos separando el momento de sosiego del momento de intensidad laboral. Dividimos la diversión y el esfuerzo, lo extraordinario y la rutina, el placer y la obligación. Nos abruma pensar que todo pueda darse en un mismo momento y preferimos distanciar las realidades. Para no confundirnos.
Leemos hoy un poco, escribimos, abrazamos, corremos, llamamos, escuchamos. Y somos la misma persona en todo lo que hacemos. Es esa realidad cambiante en la que lo permanente es lo que somos en lo más hondo del alma. Lo que no cambia nunca. Es la semilla que plantó Dios un día. El original tesoro que colocó con cariño.
Allí no cambiamos, somos nosotros mismos, sin engaño, sin maquillaje. Con una ropa o con otra, en una conversación o en otra, en un escenario o en el siguiente. Allí no hay un antes ni un después. Somos el mismo deseo que se sucede de un momento a otro ininterrumpidamente.
Nos experimentamos frágiles y torpes pero infinitos al mismo tiempo. Queremos tocar el cielo y acariciamos la tierra. Corremos hasta las alturas y nos quedamos mirando el suelo. Somos la plenitud y el vacío, la presencia y la ausencia.
Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en silencio. Eso nos da mucha paz. Las contradicciones del corazón descansan en su corazón de Padre. Sólo en Él todo se ordena desordenadamente. Todo se integra.
Porque pretender ordenarlo todo no tiene tanto sentido, no vale la pena. Nos basta con buscarle a Él cada día, en cada hora. Buscar su rostro, desear abrazar sus pasos.
Como decía Khalil Gibran: «Quiero saber si puedes ver belleza hasta en los días feos, y si puedes nutrir tu vida desde la presencia de Dios. Quiero saber si puedes vivir con fallas, tuyas y mías, y todavía pararte en la orilla del lago y gritar a la luna llena plateada: ¡Sí!». Vivir así, con toda el alma, con todos los deseos.
Caminar al lado de Dios y vivir de su sueño. Desear su abrazo y abrazarlo lentamente. Ser lo que Él desea para mi vida, torpemente, con límites y decir que sí.
Cuando lleguemos al cielo veremos todo con mayor claridad. El camino y la meta, el deseo y su realización. Veremos que muchos deseos quedaron insatisfechos. Y muchos otros cobran sentido al llegar a sus brazos.
Veremos también cuántas personas nos sostuvieron y cómo sostuvimos a otros. Veremos lo que provocó nuestro amor y también nuestro pecado. Veremos el sentido del tiempo entregado, de la renuncia, del sacrificio, como un surco horadado en la tierra. Veremos ríos de luz que despertaron nuestros pasos. Y el descanso que provocó dar la vida por algo, por alguien.
En el camino no lo vemos. Vemos hilos, cuerdas que nos atan, recuerdos que nos han unido en algún momento. Vemos pasos, sombras, luces. Nos confundimos al interpretar y no valoramos tanto lo que hacemos.
No vemos la fuerza de la oración, ni de la acción, ni de las palabras. No entendemos cuánto nos sostiene la oración de tantos. El amor secreto, el amor manifiesto, el amor callado. Estamos atados por dentro, los unos a los otros. Lazos humanos que permanecerán en el cielo, para siempre.