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Los deseos, en su justo lugar

Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/09/14

Los deseos son un motor pero no son el fin de nuestra vida, el amor los coloca en su sitio
Hay deseos que destruyen el corazón y el mundo que nos rodea. Hace unos días me volvía a confrontar en una persona con la debilidad de nuestro corazón, con la fragilidad de los deseos. Deseamos mucho y el mundo no nos concede nuestros deseos. Verdaderamente «el mundo no es una fábrica de conceder deseos», como decía la protagonista de «Bajo la misma estrella».
 
Pero además, muchas veces deseamos mal, deseamos lo que no nos hará nunca felices, lo que nos hará más esclavos todavía, lo que no llenará el corazón de esperanza.
 
Deseamos con egoísmo, pensando sólo en nosotros, en lo que nos apetece, en aquello a lo que creemos tener derecho, porque siempre lo hemos deseado. Hacemos planes, construimos castillos de cristal. Nos importa nuestro deseo, caiga quien caiga.
 
Hace poco pude ver en una persona algunos de esos deseos que nos enferman, que a veces todo lo complican, la propia vida, la vida de los otros. Hay deseos buenos en sí mismos, pero que, al ser perseguidos obsesivamente, nos acaban envenenando y nos hacen perder la perspectiva. El fin parece justificar los medios. No nos detenemos.
 
Son deseos aparentemente ingenuos que llevados hasta el extremo destruyen todo lo que también deseamos. Sí, hay deseos egoístas, inmaduros, egocéntricos, autorreferentes. Deseos que pueden llegar a matar vidas, a sembrar dolor y odio, violencia y guerra.
 
A veces mis deseos pueden ser pequeños y mezquinos. Pero los hacemos tan grandes que, al perder la perspectiva, podemos llegar a perderlo todo. Porque grande es lo que veo tan de cerca que me quita la paz pensar que puedo perderlo. No logro ver más allá. Dejo de mirar el todo para centrarme en esa parte pequeña que me esclaviza.
 
Sí, son deseos a veces tan pequeños que caben en una mano. Deseos caducos ya al nacer, que mueren entre los dedos. Hacemos colas eternas para lograrlos, para poseerlos por un instante. Y, una vez logrados, no nos hacen felices. Porque no todos los deseos nos hacen felices.
 
Tal vez la felicidad no llega con la satisfacción de los deseos. No, es verdad, un deseo despierta otro y así en una cadena interminable. Nunca estamos plenamente satisfechos, nunca plenamente felices. Por eso es tan importante que nos preguntemos: ¿Qué deseo en el fondo del corazón? ¿Qué mueve mis pasos? ¿Qué hace que me levante cada día?
 
Los deseos pueden quitarnos la paz o darnos la vida. Cuando no los vivimos como un don, como una gracia que no saca de la pasividad, nos destruyen.
 
No es malo desear, al contrario, es fundamental. El que no desea, muere. Lo importante es saber dónde colocar nuestro deseo.
 
 Hoy sabemos mucho del mundo, de la vida, de la cultura. Conocemos idiomas, dominamos las estadísticas y hemos estudiado historia. Pero seguimos siendo unos ignorantes de nuestro propio mundo interior. No sabemos qué deseamos de verdad. Nuestra inteligencia emocional es escasa.
 
No sabemos enfrentar nuestros conflictos interiores, nuestras luchas del alma. No sabemos cuidar nuestros vínculos. Queremos retener y quitamos la vida. No nos damos por entero por miedo. Queremos poseer y enjaulamos almas. No nos conocemos de verdad.
 
Y a veces nuestros deseos pequeños y egoístas se convierten en nuestro camino de vida. Vivimos divididos por dentro, rotos, inseguros y buscamos la paz en deseos que no podemos hacer realidad, ni tan siquiera retener por unos segundos.
 
Es curioso ver cómo tantas personas rompen con el camino que seguían porque quieren hacer realidad deseos que han descubierto en el alma, deseos nuevos, también caducos. Creen entonces que han desperdiciado su vida sin dar cabida a sus verdaderos deseos. ¿Inmadurez del alma? ¿Desconocimiento de uno mismo?
 
Somos unos ignorantes en lo que al corazón se refiere. Miramos hacia fuera, no nos detenemos a mirar en nuestro interior. Los deseos son un motor, pero no son el fin de nuestra vida. No hemos nacido para realizar deseos.
 
El deseo es una fuerza interior que nos mueve, que alimenta nuestra capacidad para ponernos en camino, para amar, para dar la vida. El amor verdadero coloca los deseos en su sitio. Tiene que ser un amor más grande el que le dé sentido a la vida. 

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