La ley del silencio, La lista de Schindler, Bailando con lobos, Sin perdón,…
El cine de todas las épocas, desde cualquier formato genérico, desde cualquier envoltorio dramático, ha prestado atención a la redención, prueba plausible de que la búsqueda de un determinado equilibrio con los propios actos, con el entorno conflictivo de cualquier contexto o situación vital es un tema universal de valioso estudio.
Además, el listado de películas que se enunciarán en las siguientes líneas –y que como siempre se citan a título ejemplificativo y representativo, pero invitando al lector a que reflexione sobre otros títulos de la misma temática, e incluso los anote y comparta en el espacio para comentarios–, muchas de los cuales atesoran la condición de grandes clásicos, algo de hecho sancionado con un rotundo éxito que atesoraron ya en la fecha de su estreno, deja claro que a los espectadores, que son los receptores de los temas y abordajes artísticos propuestos, el tema de la redención les ha interesado desde siempre.
El género por excelencia del cine norteamericano de la era que denominamos clásica, el western, ha dejado para la posteridad formidables películas sobre la temática.
Ciertamente, la mitología fronteriza de las películas del oeste, en la que a menudo se describen contextos marcados por la violencia y los conflictos éticos generalizados en una era en la que la civilización aún debía conquistarse, son un territorio tipológico idóneo para trazar perfiles dramáticos complejos y que, mediante un apoderamiento heroico y altruista, a menudo en porfía contra el propio pasado, dan lugar a fórmulas redentoras.
El listado sería interminable, así que quien esto firma ha decidido ceñir la cita de títulos a dos de los que sin duda se contaron entre los más grandes directores de westerns –y cabría añadir no sólo de westerns- de la Historia del Cine. Por un lado, Anthony Mann, cuyo extraordinario ciclo de películas protagonizadas por James Stewart –conformado por Winchester 73 (1950) Horizontes Lejanos (1952), Colorado Jim (1953), Tierras Lejanas (1955) y El Hombre de Laramie (1955)– invitan a efectuar un apasionante estudio sobre la lucha del individuo contra un contexto hostil del que él mismo forma parte (en todos los casos citados, estoy hablando por supuesto del protagonista interpretado por Stewart, actor que a las órdenes de Mann –y después de Hitchcock- abordaría una tipología dramática más compleja y menos encorsetada de la imagen que del actor había explotado Frank Capra), estudio que se corola con la más tardía, pero no por ello menos excepcional e influyente El hombre del Oeste (1958), en la que es un provecto Gary Cooper quien, al límite de sus fuerzas, decide efectuar una cruzada por la verdad y la justicia que desmiente las inquinas de su bagaje pretérito.
Y el otro gran cineasta al que aludimos es, no podía ser otro, John Ford, quien ya en el periodo silente nos dejó un filme del aroma lírico y portento dramático de Tres hombres malos (1926), en el que tres personajes de dudosa ética deciden aliarse para defender una causa justa, lo que les lleva a redimirse; esa película sería revisada en clave desenfadada dos décadas después en Los tres padrinos (1946), con premisas semejantes, pero de los títulos más remarcables de Ford en el género conviene anotar más bien las monumentales Centauros del desierto (1957) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), dos títulos en los que el mismo actor, John Wayne, en las pieles primero de Ethan Edwards y después de Tom Doniphon, nos dejó la estampa de personajes torturados por su propia miseria que, venciendo sus propios instintos, efectúan un acto de inconmensurable altruismo por el que la Historia no les recordará, concepto sobre el que precisamente se sostiene el sentido panegírico que Ford nos entrega en esas imprescindibles obras.
Sin abandonar el cine clásico, enunciamos cinco soberbios títulos que, de latitudes geográficas y temáticas bien diversas, comparten ese meollo temático que nos habla de la voluntad y entrega, un triunfo del espíritu, en las condiciones más adversas y contra los más elementales pronósticos: hablo de Días sin huella (Billy Wilder, 1941), uno de los mejores filmes que han abordado la temática del alcoholismo, y en la que un sufrido Ray Milland lucha contra sus demonios para librarse de su dipsomanía; Rashomon (Akira Kurosawa, 1951), filme estandarte de la apertura del cine nipón al prestigio de crítica y público occidental en el que Kurosawa enfrenta diversos puntos de vista para analizar, en su miga psicológica más densa, la comisión de un asesinato; La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), en la que un matón de un gángster portuario decide delatarle ante las autoridades; Pickpocket (Robert Bresson, 1959), en la que un carterista profesional abandona su actividad ilícita tras enamorarse, entregándose a la justicia; o El hombre de Alcatraz (John Frankenheimer, 1962), protagonizada por un preso que decide hallar un nuevo sentido a su vida como fórmula para afrontar una larga condena penitenciaria.
Semejante listado es probablemente inigualable en términos cualitativos, pero existen algunos ejemplos del cine más contemporáneo que merecen igualmente la más alta consideración.
Además se trata de títulos de lo más variopintos, pero que, de nuevo, hallan un nexo importante en ese núcleo duro dramático: Paris, Texas (Wim Wenders, 1983), emotivo viaje anímico de un padre que zanja la oscuridad de su pasado reuniendo a su mujer con su hijo; La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), reconocidísimo testimonio sobre el Holocausto que se raíla a través de la historia de un empresario alemán que decide tratar de salvar el máximo de vidas de judíos reclusos en campos de concentración mediante ardides que logra colar a los nazis; Bad Liutenant (Abel Ferrara, 1993), relato nihilista y ultraviolento en el que, empero, el descarriado personaje protagonista –inolvidable Harvey Keitel- se entrega a la penitencia y la liberación de su espíritu en el último aliento de su vida; y Sin perdón (Clint Eastwood, 1994), muy probablemente el último gran western de la Historia del Cine, y otro viaje de alto voltaje lírico en el que un forajido ya retirado clausura su bagaje abanderando una cruzada contra la injusticia.
Sin que podamos colgarles la etiqueta de obras maestras, también resultan muy estimables las películas que ahora se citan, participantes de géneros diversos que sostienen sus relatos en una historia de sacrificio y redención: la película de juicios Veredicto final (Sidney Lumet, 1982), en la que un abogado desclasado se encuentra ante un compromiso profesional que reclama, amén de toda la pericia que sea capaz de atesorar, el remedo de dignidad que le queda; el western Bailando con lobos (Kevin Costner, 1991), un testimonio sobre la aniquilación de las poblaciones indígenas americanas servido desde el punto de vista de un oficial del ejército de la Unión que traba amistad con un tribu Sioux y descubre que, nada menos, otra Historia de su país era posible; la comedia Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), en la que un hombre condenado a vivir una y otra vez el mismo día de su vida termina descubriendo que incluso en tan adversas circunstancias para el espíritu puede tratar de vivir en equilibrio con él mismo y con aquéllos que le rodean; el drama Sin miedo a la vida (Peter Weir, 1993), hermoso relato sobre una catarsis personal tras un acontecimiento traumático, protagonizado por un Jeff Bridges en absoluto estado de gracia; el oscarizado relato coral Crash (Paul Haggis, 2005), donde personajes cruzan sus pasos y sus miserias en el tejido anónimo de la ciudad de Los Angeles; o el melodrama sobre alcoholismo El vuelo (Robert Zemeckis, 2012), actualización hollywoodiense, pero bien escrita y servida en imágenes, de esa espinosa temática a la que antes nos habíamos referido en la cita al título de Billy Wilder.
Y dejo para el final una película de aventuras intergalácticas que, indudablemente, nos ofrece en su clímax la redención más famosa de la historia del cine: hablo de Darth Vader que, merced de la generosidad y entrega de su hijo, abandona el lado oscuro y retorna el equilibrio a la fuerza en el clímax de El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983).
Artículo originalmente publicado por cinemanet