Una reflexión y una oración para pedir a Jesús que ocupe el centro de mi corazón
Pensaba que somos templo de Dios, santuario vivo. Le pertenecemos. Estamos consagrados. Somos roca sólida, firme, donde está Dios.
¿Cuál es nuestra roca? ¿Dónde estamos asentados? Nos vemos como vasijas de barro. Hay mercaderes en mi corazón, en mi templo interior. ¡Cómo nos cuesta llegar al Dios vivo en nuestra alma!
Nos corrompemos fácilmente. El dinero, la fama, el poder, los contactos, la influencias, las pequeñas mentiras, los sobornos, los chantajes, los afectos desordenados, los egoísmos, las pasiones sin control, el querer atarlo todo bien atado.
Perdemos fácilmente el centro que es Cristo. Perdemos su pureza, su humildad. Me impresiona mirar el cuadro Lamentación sobre Cristo muerto de Mantegna. Me impresiona Cristo muerto, sin vida, exánime.
El vacío de su ausencia, la falta de su vida en mi vida, la falta de su aliento. Me aterra esa quietud grisácea. Esa mirada triste y conmovida de las mujeres. Un cuerpo sin vida. El llanto, la espera sin tiempo.
Así estamos muchas veces nosotros. Muertos, vacíos, sin vida. Contemplando sin pasión la vida, la muerte. Llenos de otra vida, apegados al mundo.
Tal vez no pecamos gravemente, no estamos lejos de Dios. Hacemos cosas, cumplimos, queremos crecer. Pero nos estancamos.
Estamos un poco muertos. Decía el Padre José Kentenich en referencia a los hombres religiosos demasiado apegados al mundo:
“Cumplen con sus deberes, con lo que es necesario, con lo que se exige, pero en el fondo tienen sus cosas favoritas: los ojos deben verlo todo; los oídos deben oírlo todo. No se trata, en primer lugar, de pecados. Eso no es todavía ni siquiera malo.
Tomemos un caso, por ejemplo: Tiene sed y entonces bebe sin medirse; o si me interesa leer el periódico lo hago hasta quedarme dormido. No se trata del caso concreto, sino de la actitud fundamental.
¿Cuál es la actitud fundamental? En verdad, no deseo pecar gravemente, pero en general ejercen su dominio mis sentidos, mis ansias, la vida instintiva»[2].
Es el peligro de la tibieza, de la mediocridad. Una vida que quiere ser de Dios, pero se estanca y no avanza.
Volver
Por eso necesitamos volver al centro, a Cristo. Él es el centro de nuestra vida interior. El cimiento de mi templo. El pozo de la fuente.
De ahí brota el agua cristalina. No de mí y mis talentos. No de mí y mis capacidades. De Él. Mirarlo a Él. Descansar en Él.
Así rezaba una persona:
“Quiero ver tu rostro para no dudar. Tocar tus manos heridas. Recorrer tus huellas en el polvo. Navegar esos mares profundos que sólo Tú conoces. Descifrar los enigmas de mi propia vida. Vislumbrar luces en la noche y calma en la tormenta.
Me gustaría abrazarte y que me abraces. Así, como a un niño. No dejar que mi piel esté lejos de la tuya. Quisiera sentir el calor de tu mirada, la aprobación de tus gestos.
Caigo y me levanto. Como un herido buscando ayuda. Como un náufrago que no conoce la salvación. Te quiero, Jesús, quiero quererte. Aunque a veces parezca que te ignoro. Aunque busque otros rostros y quiera que sean eternos.
A ti, Jesús, te busco. Busco la paz de tu sonrisa. El silencio de esas palabras tuyas calladas. Miro, me miro, te miro. Descanso en ti”.
Es la súplica de un corazón inquieto. De nuestro propio corazón que busca lo eterno. Es la búsqueda incesante, continua, a veces fatigada. Es la búsqueda del Dios de nuestra vida. Del que nunca nos deja.
Es la búsqueda que emprendemos cada mañana. No nos cansamos. Que Él sea el centro. Que su vida sea nuestra vida. Y su agua el agua que entregamos.
[1] J. Kentenich, Jornada 1950
[2] J. Kentenich, Terciado 1952