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San José Pignatelli, el hombre que hizo sobrevivir la Compañía de Jesús

JOSEPH PIGNATELLI
Dolors Massot - publicado el 14/11/14
La masonería y el rey Carlos III los expulsaron de España. A Pignatelli se le ofreció quedarse si renunciaba a su vocación, pero se negó a aceptar

José Pignatelli nació en Zaragoza (España), el 27 de diciembre de 1737. Su padre era Antonio Pignatelli, de la familia noble italiana de los duques de Monteleón, y su madre María Francisca Moncayo Fernández de Heredia y Blanes.

Fue el séptimo de nueve hermanos. Pese a la buena posición económica y social de que gozaban, José pronto conoció el dolor al morirse su madre cuando él tenía solo 4 años. Su hermana Francisca sería a partir de entonces quien le haría las veces de madre.

Su formación académica se desarrolló primero en Zaragoza, después en Tarragona y posteriormente en Calatayud y Manresa. Siempre en el entorno de la educación impartida por los jesuitas, primero en el colegio y después en el noviciado, donde estudió Filosofía y Humanidades.

Fue ordenado sacerdote y se le envió a Zaragoza, donde desarrollaría una intensa labor educativa y a la vez de atención a los pobres y encarcelados.

Expulsión de los jesuitas

Sin embargo, en 1767 el rey Carlos III -impulsado por la masonería- decide expulsar a los jesuitas de España. Ve en ellos un peligro porque hacen voto de obediencia al Papa y a la vez es muy suculento el beneficio económico de la desamortización de su patrimonio. A Pignatelli le toca experimentar el exilio. Por ser aristócrata, le ofrecen la posibilidad de quedarse en España (junto con su hermano) si renuncia a su vocación religiosa. Pignatelli rechaza la tentación. Lleno de confianza en la Providencia de Dios, primero vive en Civitavecchia (junto a Roma), después en Córcega y Génova, y más tarde en Bolonia, donde pasará 24 años, de 1773 a 1797.

La Orden de san Ignacio es abolida universalmente por el papa Clemente XIV. Se confiscan sus bienes y al general Lorenzo Ricci se le encierra en la prisión del Castel Sant’Angelo. Los jesuitas son condenados al destierro. Solo en Prusia y Rusia no se publican los edictos papales, por lo que los jesuitas pueden seguir su labor. Sin embargo, Federico de Prusia obedece al Papa y también expulsa a los jesuitas de su territorio.

Confiado en la Providencia

José Pignatelli ve que solo le queda la opción de unirse a la Compañía de Jesús de Rusia. Su argumento es creer que si Dios quiere que los jesuitas sigan existiendo, así será; y si no, se desbaratará todo completamente. Él, piensa, en conciencia debe proseguir siendo fiel a su vocación, así que -a pesar del terremoto exterior que vive la orden- renueva su profesión religiosa en su capilla privada de Bolonia.

Poniendo todo de su parte, busca y forma a nuevas vocaciones, y reorganiza a los jesuitas españoles e italianos en el diáspora. Ora incesantemente. Los que hacen votos se unen a la Compañía de Jesús de Rusia y para atenderlos él viaja a Roma, Nápoles y Sicilia según la necesidad.

Mientras tanto, el duque de Parma, don Fernando de Borbón, lo nombra su asesor y al mismo tiempo es designado vicario general de Rusia blanca.  

Agotado, san José Pignatelli fallece el 15 de noviembre de 1811. No puede ver así la restauración de la Compañía de Jesús, que será ordenada por el papa Pío VII el 7 de agosto de 1814, tres años después de la muerte del santo. Sin embargo, a todas luces ha sido uno de sus grandes artífices. Ha trabajado sin descanso por el bien de la Iglesia y ha puesto en ello su honra y su esfuerzo. Se le reconoce la reciedumbre, el espíritu de sacrificio y el señorío con que ha llevado la Cruz.

Sus restos mortales descansan en la iglesia del Gesù, en la ciudad de Nápoles, y su fiesta se celebra el 15 de noviembre.  

Acto de abandono de san José Pignatelli

¡Oh, Dios mío!, no sé lo que debe ocurrirme hoy; lo ignoro completamente; pero sé con total certeza que nada podrá ocurrirme que Tú no lo hayas previsto, regulado y ordenado desde toda la eternidad, y esto me basta. Adoro tus designios impenetrables y eternos, y me someto a ellos de todo corazón. Todo lo quiero, todo lo acepto, y uno mi sacrificio al de Jesucristo, mi divino Salvador. En su nombre y por sus méritos infinitos te pido la paciencia en mis penas, y una sumisión perfecta y entera a todo lo que me suceda, según tu beneplácito. Amén.

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