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Así se cambia el mundo

Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/11/14

Vemos la realidad y nos gustaría cambiarla, nosotros sí podemos, pero tal vez no nosotros solos: Dios en nosotrosEl egoísmo puede ser contagioso. Una sociedad egoísta forma hombres egoístas. No quiero vivir en un mundo egoísta. Pero a veces nosotros contagiamos ese egoísmo. Hacemos las cosas cuando reportan utilidad. Cuando son un bien, cuando nos traen beneficios.
 
Quisiéramos un mundo distinto. Vemos la realidad y nos gustaría cambiarla. Nosotros sí podemos. Pero tal vez no nosotros solos. Dios en nosotros. Su amor en nosotros.
 
El bien es contagioso. El amor de Dios se contagia por envidia. Transforma la realidad, la hace distinta. El cristianismo siempre se ha contagiado por envidia.
 
Y la sangre de los que entregaron la vida ha sido semilla de nuevos cristianos. No la sangre de los que se guardaron hasta el final de sus vidas. No la sangre de los que temieron tanto la muerte que no arriesgaron nunca el talento recibido. No. Su sangre no es fecunda.
 
Es precisamente fecunda la sangre derramada por amor. La vida expuesta es la que nos resulta atractiva. Porque esa actitud ante la vida no se improvisa, no es una pose. Somos así o no lo somos. Arriesgamos la vida porque creemos que es nuestra misión o permanecemos acomodados.
 
No, el martirio no se improvisa. Muchos murieron por ser cristianos, pero no todos fueron mártires. Eso se lleva en la sangre, se educa en el corazón de Cristo. En definitiva, el cristianismo se contagia por envidia.
 
Porque queremos lo que vemos en otros. Su forma de vivir y amar. Su confianza ante el riesgo. Su generosidad sin límites. Su paz en medio de la tempestad. Su alegría honda. No fruto de las circunstancias, tantas veces adversas. No, una alegría de Dios, enterrada en el alma.
 
La vida es breve. ¿Qué queremos hacer con nuestra vida? Se vive sólo una vez. El que vive por algo grande, soñando con algo grande, acaba muriendo con sentido. Con un sentido muy concreto. Dar, arriesgar, soñar sin miedo.
 
Tendemos con frecuencia a preguntarnos cómo estamos, cómo nos sentimos. Nos gustaría saber con certeza lo que nos pasa y la solución que hemos encontrado a nuestra vida, a nuestros problemas. Vivimos girando casi obsesivamente en torno a nuestro yo. Centrados en nuestras preocupaciones y miedos, en nuestras alegrías y pasiones.
 
Y así perdemos tantas veces la fuerza, la vida. Es necesario cambiar la mirada. Es necesario emprender un nuevo camino. El Padre José Kentenich nos lo recuerda: «El criterio de mi crecimiento es entonces este: – ¿Hasta qué punto me he olvidado de mí mismo? Esto deben tenerlo presente al dirigir las almas. La conciencia de que Dios me quiere es algo que el alma quisiera saber. En estos casos y situaciones, la pregunta no es: – ¿Me quiere?, sino solamente esta otra: – Sí, Él me quiere; pero, ¿me olvido yo de mí mismo?»[1].
 
Vivimos centrados o descentrados. Volcados hacia los otros o hacia nosotros. Mirándonos en nuestro pequeño mundo o mirando la realidad.
 
¿Cómo es de grande mi mundo? Decía el Papa Francisco de sí mismo, cuando le preguntaban qué hacía para mirar la vida con alegría en estos momentos difíciles: «Me ayuda no mirar las cosas desde el centro. Cuando se va encerrando en el pequeño mundito no se capta el todo».
 
Mi pequeño mundito. ¿Cuál ese mundito? A veces nos encerramos en lo que nos hace falta. El mundo se limita a nuestros miedos e intereses. Desaparece de nuestra vida ese mundo amplio en el que el hombre sufre. En el que la vida es compleja y delicada. En el que las cosas no son fáciles. Porque hay muerte, enfermedad, dolor.
 
El mundo de los hombres heridos, nuestro propio mundo. El mundo de las almas solitarias que sufren la soledad. El mundo de la amargura y el rencor, de la violencia y el odio. Sí,

ese mundo que se abre al abrir la puerta del corazón.
 
El mundo del dolor sin sentido. De la desesperanza, de la pobreza. Sí, el mundo que comienza en el corazón del otro. Allí donde no me atrevo tantas veces a mirar por miedo a involucrarme demasiado. Donde no soy capaz de resolver los problemas y sufro por mi impotencia.
 
El hombre al que no puedo salvar, porque, como también decía el Papa Francisco: «Nosotros no somos salvadores de nadie. Somos transmisores de alguien que nos salvó a todos. Y eso solamente lo podemos transmitir si asumimos en nuestra vida, en nuestra carne, en nuestra historia, la vida de ese alguien que se llama Jesús. O sea, testimonio».
 
No somos nosotros los que salvamos con nuestro poder. Más bien somos salvados, levantados, redimidos. No salvamos a nadie. Sólo nos adherimos a Aquel que nos salva. Y llevando a Cristo, Él salva a muchos. Él es el centro y sentido de nuestra existencia, al amor infinito que colma nuestra sed de infinito.

 


[1] J. Kentenich,
Terciado 1952
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