“Si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de los hombres”
“Nunca iría a la iglesia con el fontanero”. Así hablaba uno, vestido con un traje oscuro de dos piezas, con las agresivas rayas que le favorecen a un hombre de negocios, en una parroquia episcopaliana tradicionalista en Long Island, donde el promedio de ingresos es mucho mayor al promedio estadounidense. Me reí, pensando que se trataba de una broma, y luego vi que iba en serio. Fue un momento incómodo.
Entiendo el esnobismo. Todo el mundo lo entiende, porque casi todos hemos sido snobs alguna vez. Lo que no entiendo es que se diga en voz alta. Un cristiano puede “sentirse snob”, sobre todo si ha crecido en un entorno social en el que un obrero cualificado es visto como inferior a un banquero o un inversor, pero aquellos que sienten eso deberían saber qué mala impresión causan cuando lo dicen.
Jesús murió por el fontanero, y si Jesús murió por él, puedes sentarte junto a él. Y quererlo. Y aunque sea irritante, lo mismo sucede si te sientas junto al hombre del traje a rayas. También Jesús murió por él
Hay un numero bastante relevante de cristianos de clases sociales elevadas que creen que vivir virtuosamente y seguir determinadas reglas “paso a paso” es algo sencillo y que da siempre buenos resultados. Cuando se piensa así, se tiende a olvidar que el cristianismo es una religión para los fracasados. ¡Y esto es importante!
Las clases más acomodadas pueden encontrar divertido el elitismo del New York Times, liberal de izquierdas en sus posiciones editoriales, sin embargo está lleno de publicidad inmobiliaria, ropa, y aparatos que sólo los ricos pueden pagar, además de páginas de estilo llenas de adulación, historias apasionantes sobre el último grito, la juventud y la riqueza. Los editores no están mucho más interesados en el fontanero como hombre de lo que lo está el rico episcopaliano, aunque a su favor, la diferencia es que les importa que el fontanero sea pagado justamente y encuentre vivienda.
Si valoraran críticamente la propia suposición de que el cristianismo sea una religión para las personas de éxito, estos cristianos “de clase superior” no encontrarían tan divertido el asunto. Al vivir en un país rico como Estados Unidos, nos cuesta pensar de manera distinta. Somos una sociedad pelagiana.
Esta suposición se comprueba en la preferencia dada en la vida social a aquellos que son de familia rica. Aparece más sutilmente cuando incluso los católicos conservadores esperan contar con alguna indulgencia en la anulación matrimonial por el bien de los niños del segundo matrimonio, pero quedan desconsolados cuando el Sínodo Extraordinario dice que también los hijos de parejas homosexuales necesitan recibir asistencia pastoral y la merecen.
Esta presunción por la que el cristianismo es para gente que tiene éxito a nivel social se manifiesta también en la facilidad y en la rapidez con la que aceptamos censuras a los errores de otras personas. Ese soltero “no se casó cuando tuvo la oportunidad”, esa soltera “ha sido demasiado exigente”. Los desempleados “deberían esforzarse más para encontrar trabajo” o “aceptar lo que tienen por delante”. En estos ambientes, uno se espera que los “extraños” vivan al margen porque, de alguna forma, deben haber elegido ser “extraños”.
Estas presunciones aparecen también en los juicios morales sobre las personas de éxito, y todo esto se refleja en la cultura de autoayuda que hoy infecta también al catolicismo. Las personas que sufren podrían “cambiar de vida” si siguieran simplemente las instrucciones: los “diez pasos para esto” o los “doce pasos para eso”. El éxito se vende como tan fácil que los fracasados lo son sólo porque han elegido no tener éxito.
Me decía hace tiempo un amigo: “Como cristianos, podemos no esperar ‘nuestra vida mejor aquí y ahora’, pero esperamos que nuestra fe nos de algunas de las mejores cosas aquí y ahora. Aunque sólo en algunos sectores. Es una tentación humana universal, que acaba viéndose agravada por el clima consumista en que vivimos.
Piénsese en el complejo que existe en el mundo católico sobre la castidad. Buena parte del mismo me parece basado en una versión velada de esta ‘teología de la mejor vida aquí y ahora’. ‘¿Quieres lo mejor del sexo? ¡Entonces espera a después de casarte! ¡Yo he seguido las normas de Jesús para mi vida sexual y nunca he tenido que preocuparme por las enfermedades de trasmisión sexual! ¡Esperé hasta el matrimonio y Jesús aprobó nuestra excelente vida sexual!’¡ Y exclamaciones, muchas exclamaciones!”
El hecho es que Jesús eligió como sus amigos más íntimos al equivalente a los fontaneros del siglo I. Era con esos amigos con los que conversaba después de los intensos días de predicación y de dedicación al pueblo. Le acompañaban prostitutas, borrachos y pequeños criminales (los recaudadores de impuestos), los fracasados del mundo; y también los fariseos, a los que los evangelios muestran como fracasados a su manera. Pero los primeros sabían que habían fracasado a los ojos del mundo. Los fariseos, no.
Las personas sencillas sabían – y el mundo no permitía que lo olvidaran – que eran las más propensas a escuchar y aceptar la oferta del Salvador, que nos dijo: “Aceptad mi gracia. No saldréis solos del agujero donde os habéis metido. Lo arruinaréis todo una vez, y otra, y otra. Pero yo os quiero y quiero que seáis felices”.
El pelagianismo es negativo para nosotros, pecadores. Y el fracasado que sabe que lo es, es capaz de entregar más fácilmente su vida al Gran Fracasado que murió por todos en la cruz.