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¿Es realmente posible la unidad?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 29/11/14
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Con María es más fácil: nunca condenó, siempre escuchó, siempre nos acoge
El Adviento es un tiempo que Dios nos regala para crecer. Nos preparamos para la venida del Señor con el corazón inquieto.
 
El tiempo de Adviento siempre me alegra el corazón. Pienso en ese Dios personal que se abaja para salvarme, va conmigo, camina a mi paso. Decía el Papa Francisco: “Dios no nos salva por decreto, se mezcla con nosotros para curarnos las heridas”.
 
 Dios se hace hombre y se mezcla entre los hombres, se hace uno de nosotros para caminar a nuestro lado. Me alegra ese Dios personal que sana mis heridas, se abaja a mi altura y camina conmigo. Toca mis penas y dolores. Me da su paz.
 
Me gusta este tiempo previo en el que el corazón se prepara, sueña con Jesús, anhela su venida, como el corazón de niño esperando la noche de los Reyes Magos.
 
El Adviento es un tiempo que nos da la Iglesia para preguntarnos cómo usamos precisamente nuestro tiempo, para que pensemos con calma y recemos más. El Adviento nos prepara para recibir a Cristo en nuestra vida.
 
Justo pensaba estos días en la misión de Jesús. Él vino a traer la paz, la unidad. Vivimos tiempos convulsos. Tensiones y divisiones, guerras, terrorismo y violencia. La unidad, la comunión, parecen ideales inalcanzables, una utopía.
 
La misma Iglesia de Cristo está dividida. Dentro de la misma Iglesia católica hay diferencias, abismos aparentemente insuperables. Es fácil dividir, es mucho más arduo construir la unidad.
 
Jesús nace en medio de una tierra santa dividida, en tensión, sin paz. Y Él, con su amor, trae la paz. Comenta el Padre José Kentenich: “El pastor y su grey integran una sólida unidad; viven en una gran e incomparable comunión psicológica y espiritual; están el uno en el otro, con el otro y para el otro[1].
 
Así vivió Jesús, íntimamente unido a los suyos. Vivió en sus corazones. Se hizo parte de sus vidas. Así lo sigue haciendo hoy en nosotros. Así quiere que amemos nosotros.
 
La unidad se construye desde el amor y el respeto. Exige mucha renuncia y mucha flexibilidad. La rigidez nos incapacita para unir, para crear lazos fuertes.
 
Es verdad que no es fácil convivir con aquellos que piensan de forma diferente. No es fácil vivir en medio de tensiones.
 
Nos gusta más estar y compartir la vida con los que piensan como nosotros, sin peleas, sin roces. Con aquellos que nos alegran la vida y nos lo ponen todo fácil. Porque sienten y piensan igual que nosotros.
 
Pero Jesús vino a unir a los que son diferentes. La unidad no es sinónimo de uniformidad. La verdadera unidad se construye a partir de la diversidad, reconociendo las diferencias que hay, sin negarlas, sin pretender eliminarlas. ¿Es posible?
 
Continuamente vemos tensiones a nuestro alrededor cuando se enfrentan personas que piensan de forma diferente, representan posturas distintas, llevan colores que no coinciden.
 
Hablan y no se escuchan. Exigen ser aceptadas, pero ellas no aceptan. Denuncian y no comprenden las críticas. Justifican su postura, denuncian la contraria como insostenible, como poco razonable. Juzgan y condenan, rechazan y no integran.
 
No se ponen nunca en el lugar del otro. No reconocen las razones de los demás como razonables y denuncian que su postura es perversa. Veo con mucha frecuencia este tipo de posturas y me duele el alma.
 
¿Es realmente posible la unidad? En ocasiones nos puede parecer que es imposible. Pero no lo es. Yo sí creo que la unidad es posible.
 
Creo en la capacidad que tiene el hombre de unir de forma pacífica y de crear vínculos. En su capacidad de convivir sin separar. De aceptar sin condenar. De escuchar sin criticar. De amar sin juzgar. No parece tan sencillo, pero es posible.

 
Sabemos que nuestro propio pecado nos divide por dentro y nos lleva a la desunión. La armonía interior la alcanzaremos en el cielo. Aquí en la tierra no tendremos nunca esa armonía soñada. ¿Cómo lograr entonces la unidad a nuestro alrededor?
 
Nuestras tensiones internas pueden aislarnos y muchas veces nos incapacitan para amar de verdad, con toda el alma. Lo hemos sufrido muchas veces. En seguida condenamos al que piensa de forma diferente.
 
Juzgamos su acento, su forma de vida, sus actitudes, su ropa, sus prioridades, su forma de pensar, de mirar, de vivir. Nosotros mismos nos sentimos juzgados y condenados en muchas ocasiones.
 
Por eso nos cuesta aceptar como amigo al diferente y perder el tiempo al lado de aquel que no nos aporta nada.
 
Nos resulta difícil renunciar a nuestras posturas por acoger a otros, aceptar las opiniones con las que no coincidimos, buscando la unidad, el trabajo en equipo, la reconciliación. Nos cuesta pedir perdón y volver a empezar, confiar de nuevo después de haber sido defraudados.
 
Pero definitivamente, sí que creo en la capacidad que tenemos de construir puentes, derribar muros y levantar hogares. Pienso que con María es más fácil hacerlo. Cuando pienso en Ella, pienso que precisamente esa fue y es su misión.
 
Ella unió a los apóstoles, cuando eran muy diferentes. Ella construyó puentes y abrió caminos. Nunca condenó. Siempre escuchó. Siempre nos acoge como somos. Ella nos trata a todos como a sus hijos, sin hacer distinciones.
 
No le importa que seamos diferentes. Porque una madre no hace distinciones entre sus hijos. Los quiere a todos por igual. No separa, no divide, no juzga.
 
A veces nos cuesta entendernos con los que piensan de otra forma. Pero eso no puede ser un obstáculo para acercarnos.
 
Muchas veces buscamos lo que nos separa de las personas y no lo que nos une a ellas, lo que tenemos en común, los ideales que nos encienden. Nos quedamos en aquello en lo que somos distintos en lugar de valorar nuestras semejanzas.
 
En la misma Iglesia vivimos esas tensiones. No todos los grupos de Iglesia tienen una misma forma de pensar, ni tienen la misma espiritualidad. No todos viven la fe de la misma manera. Pero Cristo y María nos unen. En ellos nos encontramos.
 
Estamos llamados a dar un testimonio de unidad, a forjar un nuevo mundo en Cristo y en María. Nuestra vida de alianza forja una cultura de alianza, una cultura del encuentro, como la define el Papa Francisco:
 
“Tenemos que trabajar por una cultura del encuentro. Una cultura que nos ayude a encontrarnos como familia, como movimiento, como Iglesia, como parroquia. Siempre buscar cómo encontrarse”.
 
Cristo nos une en un solo cuerpo. En Él todos formamos una unidad. Somos uno. Pero luego, la vida se complica y nos separamos. Dividimos. Nuestras críticas levantan muros. Nuestras indiferencias, nuestra debilidad en el amor. 

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