Vinculemos nuestra esperanza a la justicia de los empobrecidos
En este segundo domingo de Adviento en todos los rincones del planeta donde se celebre la eucaristía dominical se proclamará un grito de esperanza. Dice así: “esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que habite la justicia”.
Este grito resonará de modo muy distinto en unos lugares y en otros. Porque como dice monseñor Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, la Palabra de Dios no resuena igual en una gran catedral iluminada y calefactada que en una patera llena de subsaharianos atravesando de noche el estrecho de Gibraltar, esos quince kilómetros que abren la brecha social más grande de la tierra.
Mayoritariamente, de entre la minoría que haya estado atenta a la proclamación de las lecturas, lo habrá oído como una bella expresión poética, que enmarca un anhelo que más o menos todos tenemos, el de una justicia verdadera y completa, pero con la desazón de no llegar a entender que tiene que ver la justicia con la esperanza, cuando está se exige, y la otra se sueña.
Pero otros lo habrán oído de un modo bastante diferente. Por ejemplo, Atilio, que trabaja de sol a sol como esclavo en la recolección de caña de azúcar en un latifundio dominicano, con el único salario de un mendrugo de pan y un potaje al día, y la atención de un médico en una tienda sin medios y sin condiciones higiénicas por cada cinco mil haitianos emigrados.
¿Qué le dirá a Atilio y a sus compatriotas lo de una tierra nueva en la que habite la justicia? Pues creo saber que lo entiende de un modo muy distinto desde que un misionero español que al enseñarles la esperanza cristiana les devolvió su dignidad perdida y les inculcó que tienen derechos inalienables ante sus explotadores, que no han tenido más remedio que ir, aunque sea muy poco a poco, cambiando sus condiciones de vida, a pesar de que el misionero fuera expulsado y hoy esté con otros pobres y en el otro extremo del planeta.
Tengo la corazonada de que mientras no nos pongamos en la piel de Atilio no podremos entender estas promesas de la Sagrada Escritura, ni de que va esto de la esperanza en el Adviento. Tengo la corazonada de que la virtud teologal de la esperanza, incluso la que arañamos los que vivimos bajo una capa de protección familiar, eclesial y social, no nos arrancará del tedio y de la tibieza de nuestras vidas, mientras no la vinculemos a la esperanza de justicia de los empobrecidos. Y es que mientras nos refugiemos en la capsula de nuestras seguridades, ¿para que anhelar un cielo nuevo y una tierra nueva?