Concebida sin pecado, inmaculada, no estaba, por tanto, bajo la influencia de la maldición de la muerteSomos frágiles; tenemos muchos problemas: familiares, personales, de salud, económicos, psicológicos, espirituales. No acabamos de saber cómo salir de nuestro laberinto…, las nubes de la tristeza, del desaliento nos acechan tantas veces. ¡Cómo desaprovechamos el poder de la fe que Dios nos ha dado!
¿Cuál es la causa última de la tristeza y del desaliento? Digámoslo sin rodeos: es el pecado. Por el pecado entró la muerte en el mundo. ¡La muerte! La amenaza de la desaparición.
Tememos la muerte. Nos preocupa, por eso, la enfermedad. Nos preocupa la precariedad económica o social de la vida, que nos recuerda que estamos bajo el signo de no ser, de… desaparecer… Tememos, en definitiva, que nuestra vida fracase, que todo sea un sin sentido.
Pero ¿por qué? Porque nos hemos apartado de la fuente de la vida, nos hemos alejado de Dios, con la ilusa pretensión de vivir más tranquilos según nuestros propios planes. O sea: ¡por el pecado!
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Si contemplamos a la Virgen asunta en cuerpo y alma a los cielos, ahí tenemos, delante de los ojos de la fe, lo que podría haber sido nuestro pasado y lo que será, por la fuerza de la misericordia divina, el futuro al que estamos llamados.
Todas la criaturas, como seres finitos que son, tienen un plazo de existencia. Sin embargo, Dios nos ha ofrecido un nuevo comienzo, nos ha salvado del pecado, y, por tanto, también de la muerte. ¿Cómo? Cargando Él mismo con la muerte del pecador para quitarle su poder destructor.
Para poder morir la muerte del pecador y liberar del pecado a los pecadores, el Hijo eterno de Dios necesitaba un cuerpo y, por tanto, necesitaba una madre. Ésa fue la misión maravillosa de aquella mujer, María, bendita entre todas las mujeres.
No era una madre como Eva, que concibió futuros pecadores. María era la Madre de la Gracia, la madre del más bello de los hijos de los hombres, hijo del hombre e Hijo de Dios.
Concebida sin pecado, inmaculada, no estaba, por tanto, bajo la influencia de la maldición de la muerte. El fin de su vida terrena no podía ser el de la oscuridad del morir de un pecador.
Ése hubiera sido también nuestro pasado, si no fuéramos hijos de Eva. Pero como lo somos, sufrimos las consecuencias de nuestros pecados. Sin embargo, para Dios no hay nada irremediable. Él es capaz de sacar bien del mal; Él, que ha sacado el ser de la nada.
Por eso, nuestro futuro será el presente de María, gracias a la obra redentora de su Hijo, Jesucristo. La corrupción de nuestro cuerpo no es nuestro destino. Nuestro futuro es ser asumidos, en cuerpo y alma, a la Gloria, a la Vida eterna de Dios. María goza ya de esa condición, junto con su Hijo querido, resucitado del sepulcro.
No hay reliquias de Jesús. No las hay tampoco de María. Ellos son el germen de la creación transfigurada en la Gloria. Nuestros cuerpos, junto con la creación entera, no han sido creados para la nada ni para la frustración a la que conduce el pecado. No, nuestros cuerpos son tan capaces de gloria como nuestras almas. No somos espíritus puros.
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Nuestro cuerpo es sagrado, como sagrada es nuestra alma. Los dos juntos forman nuestra identidad. Por el cuerpo somos hijos de unos padres y hermanos de unos hermanos, y miembros de un pueblo y de una Iglesia. ¿Cómo íbamos a poder estar a gusto en el cielo sin nuestros cuerpos? Ellos son templos del Espíritu Santo.
¡Qué día tan hermoso hoy, para dar gracias a Dios, porque ha hecho verdaderamente obras grandes en María! Somos hijos de la nueva Eva: con un destino de Gloria. Todo lo demás es relativo. Todo pasa. Sólo queda el amor. El amor del que murió María.
Es un amor infinito, que no permitió que ella conociera la corrupción y que, a nosotros, gracias a ella y a su Hijo eterno, nos restituirá también un día, en cuerpo y alma, a la Gloria.
Por monseñor Juan Antonio Martínez Camino
Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega