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Quién soy y para qué estoy aquí, la pregunta más personal

Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/12/14

La felicidad consiste en hacer de nuestra vida nuestro propio camino de plenitud, Juan Bautista nos muestra cómo hacerlo
Hoy el Evangelio comienza con una pregunta central: «Y le dijeron: – ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?».
 
Todos queremos saber quiénes somos. A veces nos lo preguntamos angustiosamente. Otras veces esperamos que otros nos lo resuelvan. En ocasiones tapamos la pregunta, por miedo, por desgana. Pero en el fondo, a todos nos gustaría tener claro qué decir de nosotros mismos.
 
Nos gustaría descubrir cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es nuestro lugar, a quién pertenecemos, cuál es el secreto de nuestro corazón.
 
Se lo preguntan a Juan porque no entienden su vida, lo que hace, lo que dice. Porque no encaja dentro de un molde. No entienden sus signos y quieren encasillarlo para estar tranquilos. ¿Cuál era su misión verdadera?
 
El evangelio no habla de un ángel que se apareciese a Juan a lo largo de su historia. Ni dice que recibiese de lo alto una señal. La recibieron sus padres. Él la recibió por sus padres.
 
A veces son los otros los que nos muestran quiénes somos. Nos hablan del amor de Dios y de la predilección de Dios por nuestra vida. Así ocurrió con Juan. Toda la familia fue depositaria del amor inmenso de Dios por su pueblo. Zacarías, Juan e Isabel.
 
Pienso en la unidad entre ellos, en su complicidad, animándose, sosteniéndose mutuamente cuando quizás su esperanza podía verse defraudada. Creyeron cuando pasaban los días y no ocurría nada. Le contarían a Juan muchas veces la visita del ángel a Zacarías.
 
Los meses del embarazo en los que su padre permaneció mudo. La visita de María embarazada y su salto de alegría al notar la presencia del Señor. La admiración de Isabel ante esa mujer llena de fe que salió de su tierra sólo para ayudarlos, sin pensar en sí misma.
 
Juan creyó en sus padres, en Zacarías y en Isabel y renunció a buscar su propio camino y abrazó como suyo el camino que Dios le había insinuado. Pero, ¿cómo saber bien el camino? ¿Cómo descifrar la senda a seguir? Juan tuvo que ir al desierto. Buscar en la soledad.
 
Tantas veces nosotros buscamos nuestra misión. Damos tumbos buscando un lugar ideal en el que ser plenos y alcanzar la paz. Nos identificamos con unos y con otros. Pero todos queremos saber bien nuestra originalidad, nuestro aporte, lo que somos, lo que nuestra vida logra.
 
A veces buscamos un lugar que sólo existe en nuestros sueños y fantasías. Un lugar diferente al que tenemos. Una historia novelada sobre nuestra vida. Pero no es real. Y se nos olvida que ese lugar querido por Dios es nuestra propia vida tal y como es hoy.
 
La felicidad consiste en hacer de nuestra vida nuestro propio camino de plenitud. Juan nos muestra cómo hacerlo. Él buscó en el desierto y encontró el sentido de su vida junto al Jordán. Su actitud nos enseña cómo se puede vivir dándolo todo.
 
Nos enseña su amor obediente. La humildad de ser hijo y dejar paso siempre a Dios. Nos enseña a esperar en Adviento, a hacer que la vida sea un Adviento continuo, buscando, esperando, anhelando, no conformándonos con lo que tenemos, deseando siempre más.
 
Nos enseña el camino para hacernos pequeños dejando paso al único que salva. Al único que calma. Al único que consuela. Nos enseña a no creernos nada. Juan esperó ayudando a otros a esperar; se preparó ayudando a que otros se prepararan.
 
Juan se convierte en precursor, en preparador de caminos. Da paso a otro más importante, a Aquel al que todos esperan. Juan sólo es el precursor: «Juan les respondió: – Yo no soy el Mesías. Le preguntaron: – Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías? El dijo: – No lo soy. – ¿Eres tú el Profeta? Respondió: – No. Yo soy la voz que grita en el desierto: – Allanad el camino del Señor. Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia

».
 
No es digno. No puede ni desatarle las sandalias. Es el que anuncia, el que grita en el silencio del desierto. El que denuncia, el profeta que ve más allá de lo que otros ven. Quizás a veces no supo cómo preparar el camino al Señor, cómo indicar su senda.
 
Los caminos de Jesús y de Juan fueron muy distintos. Hubo dos desiertos. El desierto de Juan ocurrió antes de llegar al Jordán. Allí buscó el querer de Dios. Allí se hizo niño, pobre, no se buscó a sí mismo, buscó a Dios en su vida.
 
Se adentró en los misterios de su propia alma. Con miedos, con dudas, con tantas preguntas. Se hizo pequeño y comprendió que él era sólo la voz. Jesús era la palabra. Aprendió a negarse a sí mismo, a renunciar a sus derechos. Allí, en la soledad del desierto, buscando su propio rostro en el corazón de Dios.
 
El desierto de Jesús fue de cuarenta días con sus noches previo al comienzo de su vida pública. Sucedió todo después de haber sido bautizado en el Jordán. Jesús quiso descifrar el camino y se enfrentó a las grandes tentaciones de su vida en el desierto.
 
Allí se encontró con su Padre, en el silencio. Allí se llenó de la fuerza de Dios para emprender un nuevo camino. El Adviento y la Cuaresma están marcados por el desierto. Por la soledad y la búsqueda. En el desierto nos encontramos con nuestras pérdidas y elecciones.
 
Juan y Jesús siguieron caminos muy diferentes pero los dos necesitaron el desierto. Sin ese desierto tal vez no hubieran entendido su vida. Se abandonaron en Dios. Se confiaron en su corazón misericordioso.
 
En el desierto se hizo luz en sus almas. Comprendieron, comenzaron a vivir la vida que Dios había soñado para ellos. Jesús empezó su camino y compartió la vida de los hombres tal como era. Se hizo uno de ellos. Comía con los hombres, con los pecadores. Vivía con ellos.
 
Juan comprendió que su vida comenzaba y acababa en el Jordán, junto a un río. Allí se encontró con Dios, predicando el perdón de los pecados, invitando a la conversión, vistiéndose con pieles, comiendo miel y frutos silvestres.
 
Juan tuvo sus discípulos, aquellos que buscaban como él la conversión del corazón. Ellos querrían cambiar de vida y sabían que tenían que desprenderse de todo lo que les sobraba. Se ataron a Juan, comprendieron su mensaje.
 
Jesús pasó entre los hombres perdonando con su mirada, con sus manos, con su infinita misericordia, con su palabra. Rompió también los esquemas de su pueblo. ¿Cómo podía perdonar pecados aquél que era sólo un hombre? Son las aparentes paradojas de Dios. Él siempre desborda nuestras expectativas.
 
Juan vio que su vida concluiría cuando pudiera señalar al cordero de Dios en medio de los hombres. Cuando lo hizo, cuando dejó ir a sus propios discípulos siguiendo las huellas del maestro, una cierta nostalgia inundaría su corazón. ¿No podía él seguir al maestro?
 
Nosotros mismos no lo comprendemos. Juan era sólo el precursor. Un signo de la misericordia de Dios. Un señalizador lleno de luz en medio del camino. Juan hizo suyo el querer de Dios y asumió la carga de la misión. Estaba allí para permanecer oculto, para enterrar su vida para siempre en las aguas del Jordán.
 
No tenía que tener miedo. Su vida tenía sentido. Un sentido inmenso y poderoso. ¿Puede haber algo más importante que ser la luz que señala la presencia de Dios? ¿Quién era Juan? La voz, la luz, la esperanza. El hombre más fiel y noble. El hijo confiado y atento.
 
Siempre me ha conmovido Juan. Su soledad, su abandono. Su grito desde la cárcel. Sólo quiere saber si su vida ha tenido sentido. ¿Una vida oculta tiene sentido? A veces el mundo nos hace pensar que no. Que sólo vale lo que se ve. Que sólo el que ocupa los primeros lugares es el que vale. El que tiene éxito, el que triunfa. El director general, el presidente.
 
Juan es el antihéroe de las películas. El no reconocido. Aquel al que nadie sigue. Solo en la cárcel. Pero feliz, porque ya no tenía que seguir esperando. Juan reconoció a Jesús. Era pobre de sí mismo, no se buscaba, no quería los primeros lugares.
 
En el desierto, en su corazón anhelante, su luz no se confundió con otras luces, con otros focos. No quería protagonismo, no era nada. Aprendió a vivir oculto, en un segundo plano, esperando. Por fin su vida pudo concluir. Sus ojos habían visto al Salvador. No fue discípulo de Cristo, pero fue su precursor.

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