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Dios es familia

Carlos Padilla Esteban - publicado el 28/12/14

Las cosas más importantes de la vida consisten en pasar tiempo con los que amamos, dedicarles ratos eternos de charlar o estar
Dios cambia la realidad, aunque aparentemente no cambie nada en el exterior. Los milagros ocurren en el silencio del corazón. Desde allí empieza a actuar Dios para forjar un mundo nuevo. Primero cambia nuestra vida. Después, cuando logra que yo cambie, consigue que sea capaz de sembrar luz y esperanza a mi alrededor.
 
Hace falta su presencia para que surja un mundo nuevo. Es necesario que venga a traer su luz y me utilice. Cuando viene me convierto en portador de su luz. Soy pacificador. Soy causa de alegría. Es el milagro más notorio. Es el que pasa más desapercibido.
 
Los milagros más grandes en la vida de Jesús ocurrieron en Nazaret. Allí no fue nada público, sólo un par de escenas. Mientras tanto Jesús fue creciendo en sabiduría. Y, como comenta David Starr Jordan, «la sabiduría es saber qué toca hacer. La virtud es hacerlo».
 
Jesús aprendió en Nazaret a descubrir la voluntad de Dios. Aprendió a obedecer. A veces es así. Dios nos pide esperar, tener paciencia, caminar. Mientras tanto nos pide lo más sencillo. Que seamos capaces de amar. Y normalmente ese amor silencioso no es noticia.
 
Justamente el otro día, en Navidad, un joven paraguayo ha estado a punto de perder la vida por salvar la vida de un anciano de más de noventa años al que cuidaba. Me impresionó la noticia. Pero no tanto la dureza del accidente o el acto heroico de este joven por salvar la vida de un anciano.
 
Me impresiona más el silencio del cuidado a una persona mayor. Las horas silenciosas acompañando sus pasos torpes. La escucha paciente de conversaciones ya conocidas. Los gestos de cariño que nadie ve y llenan el alma de aquellos que han vivido ya muchos años.
 
La ternura y el cuidado con aquellos que a veces, con la llegada dolorosa de la vejez, se quedan solos, olvidados incluso por sus hijos, relegados a una soledad sin palabras.
 
Pensaba en ese gesto heroico. Pero me maravillaba aún más al pensar en tantos momentos de silencio, de amor callado a aquellos a los que uno ama. Me impresiona por eso tanto el amor de Nazaret. Las palabras sagradas que ningún evangelista dejó para el recuerdo. Los abrazos, las montañas de ternura entregadas en aquella aldea.
 
La sagrada familia nos muestra el plan de Dios. Dios es familia. Dios necesita a José, a María, a su hijo, para manifestar su amor familia a los hombres. Un amor entrañable, cercano, cálido.
 
Me gusta esta fiesta. La familia está en el centro. Todos aspiramos a regalar este amor de familia. Un amor callado, silencioso. Un amor oculto, santo. Un amor lleno de gestos y palabras. Un amor sencillo y pobre.
 
Las cosas más importantes de la vida consisten en pasar tiempo con los que amamos, dedicarles ratos eternos de charlar o estar, aunque no digamos tantas cosas o aunque nos parezca que no salvamos el mundo. Una sonrisa o un abrazo. Mirar a las personas que queremos y preguntarles cómo están. Jesús creció así.
 
Es bueno recordar hoy a tantas familias en dificultades, tantos matrimonios rotos, tantos hombres y mujeres que sacan sus familias adelante sin contar con ayuda. Desgranando sus días con inmensa fuerza. Con una gran fe.
 
El Papa Francisco nos recordó hace poco algo muy real: «Pienso que la familia cristiana, la familia, el matrimonio, nunca fue tan atacado como ahora. Además, ¡cuánta familia herida, cuánto matrimonio deshecho, cuánto relativismo en la concepción del sacramento del matrimonio! Se habla de una crisis de la familia. Crisis porque le pegan de todos lados y queda muy herida».
 
La familia está herida. ¡Cuántas familias cargan con dolores terribles! ¡Cuántas familias rotas! Falta amor. Por eso hoy es el día para pedir por las familias. Para mirar el taller de Nazaret. Para pedirle a María, a José y a Jesús que nos ayuden a cuidar nuestras familias.

 
Hay muchos peligros que afectan a la familia hoy. Uno de ellos es el individualismo. Así lo describía así el Sínodo de la familia de este año: «El creciente peligro representado por un individualismo exasperado que desnaturaliza las relaciones familiares y termina por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo prevalecer, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos tomados como un absoluto».
 
La vida familiar a veces se hace difícil. Cada miembro de la familia se puede aislar fácilmente. Hoy los medio de comunicación, móviles, internet, facilitan ese aislamiento. Nos desconectamos de los que amamos, para comunicarnos con los que están fuera. El amor familiar entonces se debilita.
 
Nazaret es una escuela para el amor. Decía el Padre José Kentenich: «Yo era tan afecto a las ideas y a las tareas, que no podía aceptar que alguien me brindara su corazón o que el mío pretendiese latir por otra persona.
 
A simple vista pareciera una actitud de recato virginal. Pero no lo es, al contrario: es amor totalmente impersonal, es culto unilateral a las ideas, ajeno a la vida, es señal de una afectividad bloqueada. Es falta de espontaneidad y madurez. Es prueba de una humanidad masificada e impersonal. Incapaz de decir conscientemente y claramente ‘yo’ y prefiere utilizar el impersonal ‘ello’»[1].
 
Esa ausencia de vivencias familiares profundas en la historia del Padre José Kentenich dejó marcada su vida. Él mismo se da cuenta de su limitación. Justamente cuando pone su corazón como prenda y empieza él a amar a los jóvenes todo cambia. Se convierte en padre de muchos.
 
Él tuvo que pasar por esa escuela de Nazaret, en la que María y José nos enseñan a amar de forma entrañable, con un amor profundo y cálido. Es el camino. No queremos vivir con una afectividad bloqueada.

 


[1] J. Kentenich,
Kentenich Reader III
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