¿Voy a dejarme un tiempo para quedarme de rodillas a su altura?
Siempre de nuevo vuelvo a escuchar este Evangelio y me conmuevo: «Y sucedió mientras estaban en Belén, que a María le llegó el tiempo de dar a luz. Allí nació su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, porque no había alojamiento para ellos en la posada». Lucas 2, 1-7.
Las mismas palabras, la misma descripción sencilla y clara. Unos pocos gestos. En realidad sobran las palabras. En la sencillez y en la pobreza. Ojos abiertos de asombro. Un corazón nuevo. Una montaña de ternura en las manos de María.
Decía el Papa Francisco: «¿Cuántas veces una mamá dice cosas al niño mientras lo acaricia? Lo acaricia, y lo acerca a ella. Dios hace eso. Es la ternura de Dios. Está tan cerca de nosotros que se expresa con esta ternura: la ternura de una mamá».
Esa es la ternura de Belén. De allí salimos renovados, abrazados, sostenidos. Salimos llenos de esa paz única y verdadera. Una alegría honda, profunda, esa alegría que no pasa nunca.
No nos toca el gordo de la lotería. No somos más ricos hoy que ayer. No saltamos llenos de gozo por un hecho inesperado. Pero sí nos alegramos en lo más profundo. Los ángeles cantan. Los pastores vigilan su rebaño. Todo llama la atención por su pequeñez. El barro, el silencio, lo oculto, la noche. Una cueva, un establo. Sorprende siempre de nuevo la sencillez.
Vuelve a nacer. Hay cantos. El calor del hogar. Un establo que huele mal. No todo es tan bucólico. Los pastores no son niños tiernos, más bien hombres duros, rudos, marginados, heridos. Pero su mirada nos sigue conmoviendo. Se dejaron sorprender por la vida.
Llega su luz y todo queda transformado en esa noche. Por la presencia de Dios hecho carne. Por las manos y el corazón de María y de José. Es Navidad. Nace Cristo en todos los corazones.
Hay dolor y tristeza en tantas vidas. Tanto barro, tanta suciedad, tanto miedo. Tanta angustia y desunión. Falta de paz y de amor. Familias rotas que sueñan con vivir en Betania, ese hogar en el que Jesús podía descansar, o en Belén, ese palacio en el que nace el Niño.
Hoy es noche de esperanza, surge el deseo de que algo cambie. Es necesario mirar con ojos de niño. Decía el P. Kentenich: «El hombre niño y humilde obtiene de Dios todo lo que quiere. Así lo dicen los santos y la Biblia. Eleva a los pequeños, Lc 1, 52. Porque los pequeños son pequeños y Dios sólo obra a través de niños pequeños; no necesita de los grandes.
Hacernos pequeños, estar a su altura, sentarnos en el suelo, para mirarle con mucha paz. ¿Voy a dejarme un tiempo para quedarme de rodillas a su altura? ¿Voy a entregarle como los pastores los regalos que llevo en el alma?
¿Voy a pedirle que me llene de esperanza, me quite los miedos, levante mi ánimo decaído? ¿Voy a sonreírle confiado porque es Él quien lleva el timón de mi barca? Que no pase esta Navidad sin detenerme a rezar delante de Jesús.
Llegamos a Belén tal como estamos hoy. Quizás no es el mejor momento. No está todo en orden en nuestra vida. No encontramos paz. Nos hemos puesto nuestras mejores ropas. No para tapar el desorden. Sino para expresar el deseo. Sí, la ropa expresa deseos del alma. Queremos tener más luz y más paz, más belleza, más verdad.
Tampoco todo fue perfecto aquel día. José no quería ese lugar para María. Tampoco quería María ese lugar para Jesús. Pero Dios irrumpe, siempre lo hace, donde estamos, tal y como estamos. Dios viene a nuestra historia como lo hizo entonces.
Dios eterno se hace historia. Dios se encarna hoy. Donde estoy. En mi realidad. En mi presente. En medio de mi bullicio. En mis problemas. El pesebre fue duro, tal vez hoy también. En medio de mucho ruido, como hoy. En la pobreza, en mi pobreza. Sin ayuda, sin mi ayuda:
Dios respeta mi vida. Mi historia. No fuerza. Acoge. Toma mis pañales, mis trapos algo sucios, mis torpezas. No me inventa de nuevo. Respeta mi realidad y sobre ella construye. Así fue Navidad. Dios se hace historia sobre la historia del hombre. Se hace parte de mi misma historia.
Viene a mi dolor, a mi vida como es hoy. Y me hace una promesa. Estará conmigo, en mi camino, en mi cruz, sosteniendo mi vida. Aunque a veces no sea tan fácil caminar. Una persona decía:
«Quiero abandonarme y confiar pero tengo tantísimo dolor en este momento. ¿Qué plan tiene Dios para mí? ¿Cómo confiar y dejarle actuar hoy mismo, ahora? Ya no sé qué será de mí mañana pero ahora respiro porque Dios quiere y aunque me duela hasta el alma, quiere que viva, pero, ¿qué quiere Dios de mí?».
En esos momentos en que no vemos nada claro Él viene a nuestro encuentro. Trae la luz a nuestra oscuridad. La esperanza al desánimo. Nos invita a confiar. Viene para que nosotros seamos Navidad para otros.