Hubo una hora en que me sentí mirado hasta el fondo. Jesús fijó su mirada en mí. Se paró. Y me llamó por mi nombre.
Mi nuevo nombre. El que implica mi misión. El que estaba grabado en mi alma y yo no conocía. Mi lugar. Mi forma de darme. Mi ideal.
Algo del nombre lo vivo, es mío, y mucho lo descubriré a su lado, en el camino.
Me reconoció. Le reconocí. Supo ver la sed de mi alma, mi búsqueda, mi torpeza y mi pasión, mis dones, mi soledad. Mi herida. Mis sueños.
Yo no creía en mí. Había sido siempre uno más. Un pescador más. Para Jesús no. Fijó su mirada en mí. Me esperaba. Yo a Él también.
Me cambió el nombre por el que Dios pronunció al crearme. De Simón a Pedro.
Todo cambió
Me dice que seré su roca, su apoyo. La roca que se quebrará de dolor, de amor. Esa que mi pecado tantas veces romperá.
La roca rota que Jesús siguió amando más todavía. La misma donde todos se apoyarán.
Todo cambió ese día, esa misma hora, las cuatro de la tarde. No sé qué vi en Él. No sé qué sucedió en mi corazón. Toda mi vida encajó. Comenzó en realidad mi vida.
Quiero estar con Él. Porque me amó. Porque me acogió como era y creyó en lo que podía ser.
Él quería estar conmigo. Todo comienza con un encuentro hondo, con una vivencia grabada en el alma.
También yo recuerdo incluso la hora de aquella vivencia.