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¿Hay pecados tan graves que no puedan ser perdonados?

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Felipe Aquino - publicado el 04/02/15
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El amor de Dios no tiene límites, pero quien se niega a acoger la misericordia del Señor a través del arrepentimiento rechaza el perdón y la salvación

El amor de Dios no tiene límites, pero quien se niega a acoger la misericordia del Señor a través del arrepentimiento rechaza el perdón y la salvación

Sabemos que la desesperanza del perdón de los propios pecados ofende a Dios. Muchas veces en el Diálogo, Dios insiste con santa Catalina de Siena sobre eso:

“Y con esta misericordia puede, si él lo quiere, unirse a la esperanza. Sin esto, ningún pecador escaparía a la desesperación, y por la desesperación encontraría con los demonios la condenación eterna. Es mi misericordia la que, durante sus vidas, les hace esperar mi perdón”.

“Porque este pecado final de desesperación me ofende mucho más y les es mucho más mortal que todos los otros pecados que hayan cometido. Pero no es la fragilidad de vuestra naturaleza la que os mueve a la desesperación, porque no existe placer ni nada comparable, sino un intolerable sufrimiento en ella”.

Desesperarse es desconfiar de Dios

“Alguien que se desespera desprecia mi misericordia, haciendo que su pecado sea más grande que la misericordia y la bondad.

Entonces si un hombre cae en este pecado, y no se arrepiente, y no se siente verdaderamente afligido por su ofensa contra mí como él debería, afligido más bien por su propia pérdida que por la ofensa cometida contra mí, entonces recibe la condenación eterna.

Mi misericordia es mayor que todos los pecados que un hombre pueda cometer. Me entristece que alguien considere sus faltas mayor que mi perdón. La desesperación es ese pecado que no es perdonado ni en esta vida ni en la otra”.

El pecado imperdonable

Cuando habla de éste, que es el “pecado contra el Espíritu Santo”, el Catecismo de la Iglesia enseña que:

“No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo.

Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna” (§1864).

Siempre es posible el perdón

Lo más importante es entender y creer que:

“La Iglesia “ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo.

En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado”.

No hay ninguna falta, por grave que sea, que la Iglesia no pueda perdonar.

“No hay nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón. Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado” (§981-2).

Dios dijo a Santa Catalina que:

“Fue en la despensa de la jerarquía eclesiástica donde guardé el Cuerpo y la Sangre de mi Hijo”.

A quien desea meditar con profundidad sobre este asunto de la confianza y misericordia de Dios, recomiendo vivamente leer el libro de monseñor Ascânio Brandão, El Breviario de la Confianza (Ed. Cléofas, 2013).

El remedio, la humildad

No sirve enojarse con uno mismo y condenarse tras un pecado. Esto sería un mal mayor, es orgullo refinado.

El remedio es levantarse humildemente, aceptar con resignación la propia falta y buscar el perdón en la misericordia infinita de Dios que nunca nos falta.

Cristo nos dejó la Iglesia y la confesión para eso.

San Francisco de Sales enseñaba:

“Cuanto más miserables nos sentimos, tanto más debemos confiar en la misericordia de Dios. Porque entre la misericordia y la miseria hay un vínculo tan grande que una no puede ejercerse sin la otra”.

“Sopesad vuestros defectos con más dolor que indignación, con más humildad que severidad y conservad el corazón lleno de un amor blando, sosegado y tierno”; y además decía: “Es orgullo no conformarnos con nuestra debilidad y nuestra miseria”.

Dios a veces permite nuestras caídas, como aconteció con san Pedro, para volvernos humildes.

Las faltas pueden llevar a Dios

Es por nuestras propias faltas que conocemos nuestra miseria y confiamos sólo en Dios.

Judas y san Pedro pecaron gravemente en la hora de la Pasión del Señor, pero Pedro no se desesperó, fue humilde, confió en la misericordia de Jesús y se salvó; Judas cayó en el remordimiento y se suicidó. La diferencia fue la confianza en la misericordia de Jesús.

Es por eso que santa Faustina recomendó tanto la Coronilla de la Divina Misericordia, que de ser posible debe ser rezado frente al Santísimo Sacramento; y, de modo especial, frente a los moribundos.

No podemos olvidar que la alegría de Dios y de sus ángeles es ver a un pecador arrepentido.

Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia”.

Con qué alegría Jesús perdonó a Magdalena, a la mujer adúltera, a la samaritana, a Zaqueo, y a tantos otros.

“Las lágrimas de los penitentes son tan preciosas, que son recogidas en la tierra para ser elevadas al cielo, y su virtud es tan grande que se extiende hasta los ángeles”, dijo Bossuet.

Los ángeles estiman las lágrimas de arrepentimiento de los pecadores más que la de los inocentes. La amargura del arrepentimiento tiene más valor para ellos que la miel de la devoción.

Cada tropiezo es una gran ocasión que tenemos para aprender a ser humildes. San Alfonso decía:

“Incluso los pecados cometidos pueden contribuir a nuestra santificación, en la medida en que su recuerdo nos haga más humildes, más agradecidos a las gracias que Dios nos ha dado, después de tantas ofensas”.

En fin, la humildad es la gran fuerza de quien quiere la santidad. Santa Teresa lo dijo:

“Quien posee las virtudes de la humildad y el desapego bien puede luchar contra todo el infierno junto y el mundo entero con sus seducciones”.

Esas dos virtudes, dice la santa, tienen la propiedad de esconderse de quien las posee, de manera que nunca las ve, ni se persuade de que las tiene, incluso diciéndoselo. San Juan de la Cruz dijo:

“Visiones, revelaciones, sentimientos celestiales y todo lo que se puede imaginar más elevado, no valen tanto como el menor acto de humildad”.

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