Palabras durante la audiencia general 18 febrero 2015
Queridos hermanos y hermanas, buenos días
en nuestro camino de catequesis sobre la familia, tras haber considerado el papel de la madre, del padre, de los hijos, hoy es el turno de los hermanos. “Hermano”, “hermana” son palabras que el cristianismo ama mucho. Y, gracias a la experiencia familiar, son palabras que todas las culturas y todas las épocas comprenden.
El vínculo fraterno tiene un lugar especial en nuestra historia del pueblo de Dios, que recibe su revelación en lo vivo de la experiencia humana. El salmista canta la belleza del vínculo fraterno, y dice así: “He aquí, qué bello y qué dulce que los hermanos vivan juntos” (Sal 132,1). Esto es verdad, la fraternidad es bella. Jesucristo ha llevado a su plenitud también esta experiencia humana del ser hermanos y hermanas, asumiéndola en el amor trinitario y potenciándola para que vaya mucho más allá de los vínculos de la parentela y pueda superar todo muro de extraneidad.
Sabemos que cuando la relación fraterna se arruina, cuando se arruina esta relación entre hermanos, se abre el camino a experiencias dolorosas de conflicto, de traición, de odio. El relato bíblico de Caín y Abel constituye el ejemplo de este resultado negativo. Después del asesinato de Abel, Dios pregunta a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gen 4,9a). Es una pregunta que el Señor sigue repitiendo en cada generación. Y por desgracia, en cada generación, no cesa de repetirse también la dramática respuesta de Caín: “No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gen 4,9b). Cuando se rompe el vínculo entre hermanos se convierte en algo feo, malo para la humanidad, también en la familia, cuántos hermanos han peleado por pequeñas cosas, por una herencia, y luego no se hablan más, no se saludan más… esto es feo. La fraternidad es una cosa grande, pensar que todos los hermanos han habitado el seno de la misma madre durante nueve meses, vienen de la carne de la mamá, no se puede romper la fraternidad. Todos conocemos familias que tienen los hermanos divididos, que han peleado… pensemos un poco y pidamos al Señor por estas familias, quizás los hay en nuestras familias, para que el Señor nos ayude a reunir a los hermanos, reconstituir la familia. La fraternidad no se debe romper, y cuando se rompe, sucede lo que pasó con Caín y Abel, y cuando el Señor pregunta a Caín donde estaba su hermano, “yo qué sé, a mi no me importa mi hermano”. Esto es malo, una cosa muy dolorosa de oír. Que en nuestras oraciones recemos siempre por los hermanos divididos.
El vínculo de fraternidad que se forma en familia entre los hijos, tiene lugar en un clima de educación a la apertura a los demás, es la gran escuela de libertad y de paz. En la familia, entre los hermanos, se aprende la convivencia humana, la convivencia en la sociedad. Quizás no siempre somos conscientes de ello, pero es precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el mundo. A partir de esta primera experiencia de fraternidad, nutrida por los afectos y por la educación familiar, el estilo de la fraternidad se irradia como una promesa sobre toda la sociedad y sobre las relaciones entre los pueblos.
La bendición que Dios, en Jesucristo, revierte sobre esta relación de fraternidad lo dilata de un modo inimaginable, haciéndolo capaz de ir más allá de toda diferencia de nación, de lengua, de cultura e incluso de religión.
Pensad en qué se convierte el vínculo entre los hombres, incluso muy diferentes entre sí, cuando pueden decir del otro: “Es como un hermano, esta es como una hermana para mi”. Es bonito esto, ¿eh? La historia ha mostrado suficientemente, por lo demás, que también la libertad y la igualdad, sin la fraternidad, pueden llenarse de individualismo y de conformismo, también de interés.
La fraternidad en familia resplandece de modo especial cuando vemos la premura, la paciencia, el afecto del que son rodeados el hermanito o la hermanita más débiles, enfermos o discapacitados. Los hermanos y las hermanas que hacen esto son muchísimos, en todo el mundo, y quizás no apreciamos bastante su generosidad. Y cuando los hermanos son muchos en familia, hoy he saludado a una familia de diecinueve, el mayor o la mayor ayuda al papá o a la mamá, a cuidar a los más pequeños, y esto es bonito, este trabajo de ayuda entre los hermanos.
Tener un hermano, una hermana que te quiere es una experiencia fuerte, impagable, insustituible. Igualmente sucede para la fraternidad cristiana. Los más pequeños, los más débiles, los más pobres deben enternecernos: tienen “derecho” de tomarse el alma y el corazón. Sí, estos son nuestros hermanos y como tales debemos amarlos y tratarlos. Cuando esto sucede, cuando los pobres son como de casa, nuestra misma fraternidad cristiana retoma vida. Los cristianos, de hecho, van al encuentro de los pobres y débiles no para obedecer a un programa ideológico, pero porque la palabra y el ejemplo del Señor nos dicen que son nuestros hermanos. Esto es el principio del amor de Dios y de toda justicia entre los hombres.
Os sugiero una cosa antes de acabar, me faltan pocas líneas, pensemos en silencio en nuestros hermanos y hermanas. Pensemos en silencio, y en silencio desde el corazón, recemos por ellos.
Hoy más que nunca es necesario volver a llevar la fraternidad en el centro de nuestra sociedad tecnocrática y burocrática: entonces también la libertad y la igualdad tomarán su justa entonación. Por ello, no privemos a la ligera a nuestras familias, por temor o miedo, de la belleza de una amplia experiencia fraterna de hijos e hijas. Y no perdamos nuestra confianza en la amplitud de horizonte que la fe es capaz de sacar de esta experiencia, iluminada por la bendición de Dios.