El enojo de la diplomacia mexicana con el Papa: un asunto de política doméstica
Seguí de cerca el berrinche del gobierno mexicano contra el Papa Francisco, a propósito de su deseo de evitar la mexicanización de Argentina, expresado en mensaje privado a un amigo suyo. Me divertí mucho. Al final, el canciller Meade me recordó, en parodia, al niño héroe mexicano quien cayó fulminado por las balas de los gringos, desde la torre del Castillo de Chapultepec, envuelto en el lábaro patrio. Bien pude ver al canciller enrollado en la bandera nacional, aventándose desde su escritorio.
Cierto, el Papa es líder espiritual de la religión con más seguidores en el mundo, uno de los hombres más importantes de nuestra dolorida humanidad y jefe del diminuto Estado de la Ciudad del Vaticano, por lo que ninguno de sus dichos pasa desapercibido. Sus opiniones pueden ser personales, pero nunca privadas.
Sin embargo, lo que dice tiene distinto grado de importancia dependiendo del contexto, la intención y quienes escuchan. Es decir, las palabras de Francisco fueron significativas porque el gobierno mexicano las magnificó. Ningún medio internacional les dio mucha importancia hasta que el canciller puso el tema sobre la mesa, para sorpresa de propios y extraños. Ya no digamos para la diplomacia de la Iglesia que, por cierto, actuó de inmediato con sobrada caridad para desarmar el despropósito. En mucho, le lavó la cara a la parte mexicana.
Sospecho fuertemente que la inopinada reacción del gobierno bien pudo ser en respuesta a una exigencia doméstica, para tranquilizar a poderosos grupos anticlericales, tan abundantes en los medios políticos y culturales del país, quienes aún sueñan con los tiempos del presidente Plutarco Elías Calles, cuando los católicos eran perseguidos y marginados de cualquier atisbo de vida pública.
Bien me puedo imaginar a uno de estos señores, o señoras que también las hay, entrando cual vendaval a la oficina del Secretario de Gobernación Miguel Ángel Osorio Chong y, aflojándose el nudo de la corbata, gritar con afectada indignación: “¡Miguelito, Angelito! ¿Ya viste lo que dijo el desgraciado del jefe del Vaticano, esa horrorosa potencia extranjera enemiga de México y los mexicanos? ¡Exijo protesta y desagravio!”
Tal vez esas personas consideraron la ocasión propicia para meterle de patadas al Papa y de paso a la Iglesia mexicana, exaltando el patrioterismo nacional. Si tal fue su intención, calcularon mal. No se trataba de un partido de futbol. La reacción de la opinión pública en México y en el extranjero fue, en términos generales, de simpatía por el Papa pues habló con la verdad. Era obvio que la crítica se enderezaba a la situación de su amada Argentina. En todo caso, el reclamo hubiera correspondido al gobierno platense, el cual se vio liberado de la carga gracias a la intervención del mexicano.
El exagerado fraseo de la cancillería mexicana se entiende mejor desde la perspectiva que planteo. En síntesis, expresaba “tristeza y preocupación” por las palabras del Papa pues podían “estigmatizar” a México, hiriendo los sentimientos de los mexicanos. Seamos sinceros. Fuera de esos trasnochados sectores anticlericales, molestos por la reforma al artículo 24 constitucional que por primera vez garantizó la libertad religiosa, así como por el creciente accionar de los católicos en la sociedad civil, no veo quién pudiera sentirse triste, frustrado o estigmatizado.
El verbo mexicanizar no fue ocurrencia de un líder religioso con aviesa intención de ofender a la madre patria. El verbo ya describe aquí, como en cualquier parte del mundo, una dolorosa situación de crisis nacional, derivada del poder del crimen organizado, la inseguridad, ausencia de justicia, crisis institucional y profunda desconfianza de la población en nuestros gobernantes. Ya no se habla de “colombianizar”, sino de “mexicanizar”. Las palabras del Papa no ofenden a nadie. Lo que afrenta es una clase política dispuesta a tapar el sol con un dedo. Sólo podrán redimir la injuria cambiando, con hechos, la realidad de las cosas. Por ejemplo, procurando y administrando justicia como Dios manda.
Obvio, siempre pueden existir otras explicaciones. Se me ocurre, por ejemplo, que algunos dentro del gobierno mexicano se hicieron hígado con los dichos de Alejandro González Iñárritu al recibir el Oscar, pues habló fuerte sobre las injusticias cometidas en México y en Estados Unidos. Así, ante la imposibilidad de tocar al ícono cultural, se desquitaron con el Papa. Como sea, armaron de un piojo un caballero. O, como decimos en México, ¡regaron gacho el tepache!