Y quizás yo sigo empeñado en transformar el mundo con mis fuerzas
Muchas veces no hago las cosas bien y sufro por ello. A veces pienso que me gustaría hacer bien todo lo que intento hacer. No es tan sencillo. No es necesario.
Me olvido de Dios. Porque creo que me bastan mis fuerzas y talentos. Y me siento seco y no encuentro en mi corazón ese deleite en Dios. Y no confío ni me abandono en sus manos. ¿No nos pasa esto muchas veces?
El otro día leía una descripción de esos hombres que se secan porque a su corazón no llega Dios: “No se vuelven al fondo. No tienen fuente, pasan sed y no intentan avanzar. Se mantienen en las cisternas que ellos mismos se han fabricado y no tienen gusto por Dios. No beben agua viva. La dejan”[1].
Es como si le tuvieran miedo a Dios. Como si su presencia pudiera cambiarles los planes. No beben de la fuente que brota en su propio corazón. Buscan fuera todo y se secan.
A veces me veo reflejado en esas palabras que hablan de buscar seguridad y huir del abandono. Me olvido de ese Dios que me espera con los brazos abiertos cuando yo no creo en su poder.
Me olvido de María que busca mi espalda para abrazarme con ternura cuando soy débil y caigo. Ese abrazo de Madre me descansa. Me recuerda esa plenitud a la que estoy llamado.
Dios en la vida me ha llamado a estar con Ella, a estar con Él. Conoce mi debilidad, mis caídas, mi necesidad, mi vacío, mi herida. Sabe de mis miedos e inseguridades. Y, contando con todo ello, me llama, no deja de llamarme. Me parece asombroso.
No pretende que haga muchas cosas y todas bien. Sólo parece querer que aprenda a estar a su lado. Así, sin más, sin grandes obras. Él sabe que estoy roto por dentro, y me llama. Yo me empeño en ser perfecto.
Decía el Padre José Kentenich: “¡Cuánta necesidad tengo de ser reconocido por los demás! Si poseo la recta humildad, no debo excluir nada. Todos tenemos algún límite. No debiera importarme que los demás conozcan mis miserias y debilidades. ¡Cuán equivocada es la tendencia a desvalorizar a los demás!»[2].
Él conoce mis entrañas, el fondo más seco de mi cisterna, ha visto mi torpeza y me abraza con toda su ternura. No se asombra al ver mi debilidad. Al contrario, se conmueve y me sumerge en el mar de su misericordia.
Su abrazo, pese a que no acabo de creérmelo del todo, no depende de si me porto mal o bien, de si hago algo bueno o malo. De si en mi vida hay pecado o sólo su pureza.
No toma en cuenta mis carreras ni mis descansos, mis desvelos y mis esfuerzos. Bueno, sí que se alegra cuando lo quiero dar todo y tropiezo y caigo. Como una madre mira con ternura los esfuerzos de sus hijos por empezar de nuevo a caminar.
Pero no se aleja y su abrazo permanece esperando mi llegada. Soy yo el que se aleja al hacer algo mal tantas veces. Soy yo el que se esconde detrás de los árboles cuando deja de amar su propia vida.
El abrazo de Dios permanece. Su amor incondicional permanece. Y quizás yo sigo empeñado en transformar el mundo con mis fuerzas, sin contar con Dios. En erradicar el mal con torpes manotazos, erigiéndome en un Dios todopoderoso.
Yo, frágil y pobre. Me escucho a mí mismo levantando la voz contra los vientos. Intentando calmar el océano con la falta de paz de mi propia alma. Lucho y me levanto en un intento pobre por cambiar el mundo.
No logro cambiarme a mí mismo y pretendo cambiar el universo. Es la vanidad de mi amor que se busca a sí mismo con tanta fuerza. Es la vanidad de esta vida en la que trascurren mis pasos.