¿Conoces esa “sana inconsciencia” de la que habla el Papa Francisco?
A veces no nos perdonamos a nosotros mismos y no esperamos el perdón de Dios. ¡Cuánto bien nos hace mostrarnos débiles! Tenemos que aprender a mirar complacidos nuestra pequeñez.
Decía el Padre José Kentenich: “Me complazco en mi pequeñez. Me alegro, porque conozco y reconozco mis límites. El hecho de haber caído no debe romper nunca mi vinculación con el Dios eterno”[1].
Caer no nos aleja de Dios. Que otros caigan no echa a perder el sueño que persigo. Al contrario. Las caídas aumentan mi anhelo de luchar, de dar la vida. Porque entiendo que mi vida pasa por ser humano.
Jesús resucitado no se aleja del hombre. Ya ha vencido la vida y come los mismos alimentos que sus discípulos. No pone como exigencia una pureza inalcanzable. Presenta el ideal de ser fieles entregando la vida. Pero no desprecia nuestra carne.
Necesita nuestro barro para hacer con él su obra de arte. Eso se nos olvida. Somos de barro y no queremos ser perfectos. Ni queremos que los demás sean perfectos. Ni que Dios se amolde a nuestros planes perfectos.
Jesús se muestra a mi altura, se muestra en mi vida de forma sencilla, humana, en medio de lo que soy, sin cosas raras ni extraordinarias. Busca caminos que yo pueda comprender. Cuando dudo, fuerza con ternura mi puerta. Llama. Se muestra humano. Se adapta a mí. Me muestra las heridas de su pasión y me pide de comer. En lo más humano. En lo más pobre. En lo cotidiano.
Jesús nos pide que seamos testigos de su amor extremo: “Vosotros sois testigos de esto”. Testigos del amor de Dios, de su misericordia infinita. De su amor humano y divino. Ser testigos es ser reflejo vivo de su amor. Es hacer posible que la verdad de Jesús se vea en nuestros gestos.
Miramos el ideal y queremos reflejar con nuestro amor torpemente algo del amor de Dios. Decía el Padre Kentenich: “La persona tiene que llegar a estar ‘poseída’ por el ideal y la misión a los cuales consagra su vida”[2].
Poseídos por el amor de Dios, por el deseo de dar la vida como la dio Jesús. Con valentía, venciendo los miedos. Como decía el Papa Francisco hablando de sí mismo, “una sana inconsciencia, o sea que Dios hace las cosas. Basta con rezar y abandonarse. La inconsciencia lleva a veces a ser temerario. Rezo y me abandono. Me cuesta hacer planes. El Señor me dio la gracia de tener una gran confianza. De abandonarme a su bondad”.
Para poder ser testigos creíbles de ese amor tenemos que ser capaces de abandonarnos, de darlo todo, confiando. No siendo políticamente correctos. Arriesgando. Dejándonos hacer por Dios, a su manera.
Se trata de dejar de querer controlar la vida. Puede que tropecemos muchas veces y sintamos que el ideal sigue igual de lejos. Puede que nos accidentemos y suframos el desprecio y el fracaso. No nos importa. Sólo somos testigos. Es su obra, no la nuestra. No queremos ser perfectos.
Queremos ser fieles al ideal que toca todas las fuerzas de nuestro corazón. Tiene que ver con la fuerza que Dios ha sembrado en nosotros al crearnos. Y para hacerlo vida cuenta con nuestra sana inconsciencia, con nuestra debilidad, con nuestro sí frágil y firme. ¡Qué difícil a veces ser inconscientes! ¡Cuánto nos cuesta dejarnos llevar por Dios en el camino!
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
[2] J. Kentenich, Pedagogía del ideal