Somos, en efecto, todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular #SanAgustin (La Ciudad de Dios 10, 3, 2).
La concordia no se puede alcanzar rechazando a quien no piensa o entiende como nosotros. Tampoco se logra dejando de cada cual piense lo que quiera, ya que esto nos aleja unos de otros. El peor desprecio es la tolerancia desafectada, la ignorancia de quien no se ajusta a nuestros intereses personales o de grupo.
Imponer homogeneidad o alejarnos unos de otros, señala que Cristo ha dejado de morar en nosotros, en ambos casos por defender “lo mío” frente a lo que nos debería unir. Deberíamos ser templos de Cristo que aportan sus diferencias para el bien común. Deberíamos saber complementarnos antes que imponer o alejarnos unos de otros. Pero la complementariedad conlleva un paso que siempre es complicado: negarnos a nosotros mismos, sin que ello conlleve negar los talentos y carismas que Dios nos ha dado.
La Torre de Babel es el mejor símbolo que tenemos para darnos cuenta a donde nos lleva querer llegar a Dios por nuestros medios. Nadie llega a Dios con una torre que fabrique con sus manos. Cristo nos dice que Él es la Puerta (Jn 10, 7) y que nadie llega al Padre, si no es a través de Él (Jn 14, 6). ¿A qué esperamos para darnos cuenta que las torrecillas que construimos sólo nos llevan a padecer la lejanía de Dios?
Para la mayoría de nosotros, la iglesia ideal sería la que se ajuste a nosotros y la que nos haga sentir en el centro. Pero el centro sólo puede ser Cristo y nosotros tenemos que ajustarnos Cristo. Decía Cristo a Nicodemo que quien no nazca de nuevo del Agua y del Espíritu no podrá entrar en el Reino de Dios. Nacer de nuevo conlleva dejar a tras lo que somos, para dejarnos rehacer por el Espíritu Santo. Si vamos imponiendo lo que somos a los demás o alejándonos unos de otros, es evidente que no hemos nacido del Agua y del Espíritu.