“Querido Jesús, ¿dónde me llevas? Tengo miedo…”
A veces me sorprende un pensamiento muy frecuente. Un hombre casado, con una familia feliz, comentaba: “A veces pienso que tenemos que disfrutar el presente, alegrarnos con lo que tenemos, porque seguro que nos vendrán cruces y nos irá mal. No nos puede ir tan bien siempre”.
Como si hubiera una cuota de desgracias para cada uno. Si mi cuota todavía no está llena y me va muy bien, más tarde me irá mal. Es curioso. Es el miedo a que lo que hoy disfruto no dure siempre.
Y puede ser, claro. Algo puede pasarnos. La enfermedad, la pérdida. Sí, todo puede sobrevenir. Pero lo que me llama la atención es el pensamiento negativo. Mejor vivir el hoy, porque el mañana va a ser peor.
Dice el Padre Kentenich: “Nada sucede por casualidad, sino que todo proviene de la bondad de Dios. Dios interviene en la vida, pero Él interviene por amor y por su bondad»[1].
La bondad de la promesa de Dios, de su plan de amor para mí. Entonces, ¿por qué tenemos tanto miedo a lo que pueda ocurrirnos? Porque no nos hemos abandonado. Porque nos da miedo abandonarnos y que nos ocurra algo malo. Porque el futuro con sus incertidumbres nos desconcierta.
Una persona rezaba:
“Querido Jesús, ¿dónde me llevas? Tengo miedo. Miedo de perder la seguridad que tengo, a la que estoy tan aferrada. Me da miedo perder amistades, perder vínculos. Me da miedo afrontar nuevos retos, dejando desprotegidos los pilares en los que llevo apoyándome toda mi vida. Esos pilares que tanta paz y tranquilidad me han dado. Sé que vivir con miedo es parte del camino. Ayúdame, Señor, a confiar más”.
Necesitamos confiar más, abandonarnos más. ¿Creemos en esa promesa de Dios sobre nuestra vida? ¿Confiamos en su amor que nos cuida siempre?