¿Los novios han dado un “sí, quiero” condicionado? Entonces no vale
En la primavera y el verano es cuando mayor es el número de matrimonios que se celebran en la Iglesia católica. Vemos continuamente a novios recién casados salir de las iglesias, de las basílicas, las catedrales o los monasterios, cubiertos de granos de arroz, con sus coches lujosos o de época, y con invitados vestidos con ropas de fiesta, especialmente las señoras. Reina la alegría y a veces hay también un repique de campanas.
Cuando ve tantos y tantos millares de matrimonios que se celebran en la Iglesia católica, uno piensa: ¡que sean felices toda la vida!
Sin embargo, ¿hasta qué punto son válidos los matrimonios que se celebran en nuestros días? El próximo Sínodo Ordinario del mes de octubre estudiará de nuevo la familia, y con ella los éxitos y los fracasos de los matrimonios.
Cuando un matrimonio se rompe, hay que pensar, entre otras cosas, si se ha celebrado de acuerdo con los requisitos necesarios que establece la Iglesia para declarar válido ese matrimonio.
Para ello, hay que averiguar primero si las personas han sido libres a la hora de dar el “sí, quiero”, o han intervenido factores psicológicos, familiares o de otro tipo que menoscaban o anulan la libertad del “sí”. Este tema es hoy complejo dada la falta de madurez de no pocos jóvenes que se van a casar. ¿Ha sido un “sí, quiero” condicionado?
Porque hay parejas que se casan por la Iglesia, forzados tal vez, para no dar un desaire a los padres, y entonces no ha habido sacramento porque no se aceptan las condiciones de este como tal. Tampoco son válidos los que se celebran en la Iglesia “porque es más festivo, mola o viste más”.
En el pasado Sínodo Extraordinario del 2014 se aprobaron dos propuestas importantes: la revisión de los métodos de estudio de la validez de matrimonios que se han roto y el refuerzo –en calidad y competencia profesional—de los tribunales eclesiásticos que entiendan de las nulidades matrimoniales.
También debería amentar el número de estos tribunales. Por otro lado el Sínodo apremió que las causas matrimoniales no comportaran costes para quien no las puede pagar.
Y seguimos preguntando: ¿Era libre el consentimiento, el “sí, quiero”? Hay que destacar el adelanto de los estudios de personalidad, y también ver cómo queda la parte más débil –los niños, si los hubiere, y en ocasiones la mujer-, pues necesitan una protección adecuada.
Y otra pregunta que conviene aclarar: ¿En el consentimiento, el matrimonio era abierto a la vida o cerrado a la vida? Porque si los futuros esposos se habían propuesto no tener hijos, o tenerlos vaya usted a saber cuándo, el “sí, quiero” tiene un fallo garrafal que anula uno de los dos fines del matrimonio, el estar abierto a tener hijos. El matrimonio tiene dos fines básicos, la ayuda mutua entre los esposos y la procreación y educación de los hijos.
El “sí, quiero”, el consentimiento del matrimonio, no puede estar condicionado. Y menos puede estar condicionado “hasta que el amor termine”, porque el amor no es un sentimiento que va y viene, que se enciende y se apaga, sino que comporta una afirmación de la voluntad firme y dichosa de entregarse totalmente al otro, que se agiganta a medida que pasan los años.
Así lo establece la promesa pública y solemne que hacen los esposos ante Dios y ante la sociedad, ante el sacerdote y ante los testigos. La promesa es: “serte fiel, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida” (Liturgia de la celebración del Matrimonio).
Un tema muy importante también es el papel de los párrocos y de quienes bendicen el sacramento. Lo ha dicho el Papa Francisco muchas veces: los sacerdotes han de ser pastores y “oler a oveja”, y en el sacramento del matrimonio no se trata de sumar cuantitativamente, sino cualitativamente, los matrimonios; es decir que deben bendecir a esposos cristianos responsables.
¿Qué más da si aumentan o disminuyen los matrimonios religiosos, o si aumentan o disminuyen los matrimonios civiles? No es una cuestión de estadísticas, sino que hay que llevar a los novios al altar para que celebren un sacramento con pleno conocimiento de causa, sabiendo que su santidad está en vivir de modo ejemplar la vida matrimonial y familiar.
Entonces, el sacerdote debe procurar que los futuros esposos estén bien preparados para ser consecuentes y ejemplares en su vida.