Nos da miedo que conozcan cómo somos de verdad, mostrar la herida, la debilidad, la impotencia, nos escondemos detrás de nuestra fuerza
Hace unos días entró un gorrión en el santuario. Lo hizo con mucha facilidad. Por alguna ventana abierta, tal vez por la puerta. Pero luego, al querer salir, no encontró la salida. Después de horas de intentos fallidos, de chocar contra las ventanas, de piar pidiendo ayuda a otros gorriones que lo oían desde fuera, vio que no era capaz de salir.
Todos los que estábamos rezando en el santuario, sufríamos con el pobre gorrión. Sabíamos lo que estaba haciendo mal el pajarito. Subía demasiado alto, porque temía a los hombres y entonces no daba con la parte que estaba abierta de la ventana. El pobre gorrión no hallaba la salida. Nosotros sí que sabíamos la forma de salir. Pero el pajarito no pedía ayuda y no podíamos ayudarle. No nos entendíamos. No podíamos acercarnos.
Es verdad lo que leía el otro día: "Cuando estás enganchado, todo el mundo te dice lo que tienes que hacer, pero nadie te dice cómo tienes que hacerlo"[1]. El gorrión estaba indefenso y cansado. Pasaron las horas y por la noche, al apagar las luces del santuario, el gorrión vio la luz fuera, y encontró la salida. En la oscuridad de la noche pudo alcanzar la libertad.
Nosotros somos como ese gorrión. A veces nos metemos en líos con facilidad. Poco a poco, por alguna ventana abierta. Nos creamos dependencias, adicciones, nos complicamos la vida. Y luego, al intentar salir solos, no lo logramos.
Algunos que ven nuestra desolación y tristeza intentan mostrarnos la ventana abierta. Nosotros no pedimos ayuda. No sabemos pedir. ¡Cuánto nos cuesta reconocer que somos necesitados! ¡Qué difícil gritar al otro que nos muestre el camino de salida!
Vivimos en nuestro problema, agobiados, sin paz, obcecados, perdidos. Pero no pedimos ayuda. Nos da miedo que conozcan cómo somos de verdad. Nos da miedo mostrar la herida, la debilidad, la impotencia. Nos escondemos detrás de nuestra fuerza.
Huimos de los que pueden juzgarnos por nuestra debilidad. Por eso, tantas veces, aunque nos griten, no escuchamos. Y seguimos golpeando paredes y ventanas cerradas buscando una salida. Piamos, eso sí, con algo de amargura. Nos quejamos de nuestra mala suerte.
¡Cuánto cuesta aconsejar al que está cerca, sufriendo! Nos cuesta la reacción. Nos da miedo decirle la verdad sobre su vida a aquel que no la ve. A mí mismo me da miedo decírselo a los más cercanos. Es falso respeto. Esperamos a que él se dé cuenta. Y muchas veces no se entera. Dejamos que siga enredado en sus problemas. Y no le ayudamos.
Vivimos en un mundo muy individualista. Cada uno busca la salida sin pedir ayuda. Cada uno se salva a sí mismo. No queremos ser salvadores. Pero sí responsables de aquellas personas que se nos confían. Muchas veces peco por omisión. Callo. No actúo. Y me contento pensando que no puedo hacer nada. ¿Dónde me están pidiendo ayuda hoy? ¿A quién puedo ayudar a encontrar la ventana de salida?
[1] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo