Hay actitudes en la vida que al final pasan factura: un nuevo caso de nuestro consultorio familiar
Esta es mi historia, y en ella no pretendo caer en la tentación de las justificaciones, pues me alejaría aún más del merecimiento del perdón, y no serviría de lección para otros.
Tarde fue cayendo la venda de mis ojos y tuve que vencer la cobardía de enfrentarme conmigo mismo.
Antes del matrimonio fui mujeriego y lo consideraba algo normal, “cosas de hombres” me decía, ya me compondré una vez casado, lo cual jamás fue cierto, pues luego apele al irresponsable principio de que era propio del ser joven, “vivir la vida” con derecho al libertinaje.
El llegar a ser infiel a mi esposa en una relación permanente con una mujer con la que engendre hijos, no fue por infelicidad en mi matrimonio, sino la consecuencia final de haber vivido muchas formas de infidelidad. Desde el afán descarado de búsqueda de aventuras, como las ordinarias e “inocentes” charlas en las que compartía confidencias con alguna amistad femenina a la menor oportunidad, o la galante invitación a cenar a una compañera de trabajo.
También la salida en grupo con amigos y amigas sin la compañía de mi mujer; mi concurrencia a prostíbulos y otros lugares sórdidos en compañía de malos amigos; conversaciones morbosas; el ver pornografía y una suma de actitudes de relajada conciencia, en la que si bien no consideraba atentar contra la indisolubilidad de mi matrimonio, si excluía en mi relación conyugal una unión de total exclusividad; de pertenencia absoluta en un para siempre que me hubiera protegido de un fin desastroso, con un saldo irreparable de injusticias.
Aun ya casado, con la idea de afirmar mi juventud y mi virilidad en conquistas femeninas, me volví audaz en el mundo de una gran ciudad, donde me perdía en el anonimato de encuentros ocasionales. Un mundo donde el hombre y la mujer apuestan en un equivocado y peligroso juego de imágenes; un juego en el que representan “ser alguien” a través de una artificiosa personalidad como medio de seducción, olvidando ambos que por su dignidad las personas no son un medio para los intereses de otro.
Me sentía un triunfador con ese derecho, era joven, bien parecido y ganaba el suficiente dinero.
Era el más pobre ejercicio de mi libertad, hasta que el destino me alcanzo.
Actualmente sostengo dos familias sin que me alcance el sueldo, empiezo a envejecer y las fuerzas me abandonan, como me abandonaron hace tiempo la confianza y el cariño de quienes se fueron dando cuenta de mi doble vida, de mis mentiras, de mi falta de respeto personal. Bien dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido; se ha frustrado profundamente mi necesidad de amar y ser amado.
La triste careta de persona digna, con que en mi soberbia y cinismo me conducía con ambas familias, me la han roto con el manotazo de sus hirientes reclamos al descubrir la verdad; el más profundamente hiriente fue el de mis hijos fuera del matrimonio, y lo entiendo.
Los trate como si existiesen seres de segunda categoría. Sus necesidades de comida, salud y educación se dieron en la versión más económica posible, ya que no me alcanzaba para darle más, si no quería ser descubierto. Los visitaba a deshoras y no daba la cara ante sus familiares.
Mis hijos ante sus amigos o en las escuelas, trataban de pasar por huérfanos en un intento por salvarse de burlas o señalamientos ofensivos. Pero tarde o temprano la verdad se sabía y eran alcanzados por el estigma. Nunca fui sensible a lo que sufrieron por ello.
Cuanto me duele recordar aquellas navidades en que desempeñando el papel de buen padre y esposo, las pase siempre con la que era mi familia de cara a la sociedad, cenando un buen pavo e intercambiando bonitos regalos. Mientras que ellos cenaban pobremente, con escasos y modestos regalos… y la cada vez más dolorosa comprensión de mi ausencia.
Mis hijos fuera del matrimonio siempre estuvieron solos. Solos en las pocas fiestas a las que fueron invitados; en sus graduaciones en escuelas públicas; en sus enfermedades; en mil detalles propios de sus edades. Siempre que se requería mi presencia escurría el bulto tratando de no aparecer en público, evitando comprometerme.
Aun así, durante su infancia y niñez mis hijos inocentemente me sonreían ante la más pequeña de mis caricias. Era una sonrisa infantil confiada y amorosa que había sido traicionada desde el seno materno.
Llego el momento en que ya no lo hicieron.
Uno de ellos sufrió un accidente, y por falta de una debida atención quedo lisiado y arrastra una pierna apoyado en muletas, como ha arrastrado también la falta de un autentico padre. El otro, se encuentra socialmente desadaptado y muy resentido conmigo.
Su madre me trata con desprecio, pues engañada se quedó esperando el cumplimiento de mis promesas de divorcio, de regularizar mi situación con ella. Sin el aspecto angélico de su juventud, vierte en mi toda su amargura.
Todo me produce una pena tal, que en ocasiones el dolor de mi alma se extiende a mi cuerpo.
Muchas veces escuche que el perdonar a otros, pasaba por la necesaria prueba de estar muy conscientes de lo que se tenía que perdonar, por duro que fuera, que solo así sería un perdón honesto y no “de los dientes para afuera”. Que el rencor que impide el perdón es como una herida infectada a la que hay que abrir más si es necesario, para extraerle el pus, para luego rasparla, limpiarla hasta el fondo por doloroso que sea, solo así se curaría.
No pensaba, entonces, que el duro encuentro con el dolor, rompería la costra que envolvía mi consciencia, exigiendo a mi espíritu ansiar un perdón, ante el cual, yo tendría que de ver de frente todo el mal que he hecho de la forma más descarnada posible, viendo las heridas causadas. Que en esa ansia de perdón, necesitaría esa misma curación en mi conciencia, con la esperanza de la misericordia.
Me siento solo y enfermo, pero sé que me lo merezco, que es mi cruz y debo sobrellevarla esperando la misericordia de Dios.