Se trata de adivinar los engranajes morales que conlleva cada zancada de progresoLa cosa viene de muy atrás. Hubo muchos profetas de las nuevas tecnologías, arúspices que se fijaban detenidamente en las entrañas de su época y fantaseaban con un futuro nada descabellado. Apenas se le conoce, pero a él le debemos el uso de la electricidad a nivel doméstico. Se llamaba Nikola Tesla, y en 1909 ya predijo el teléfono móvil: «Pronto será posible que un hombre de negocios en Nueva York dicte instrucciones que aparezcan instantáneamente escritas en Londres. Este hombre podrá hacer llamadas con un instrumento no muy caro, no más grande que un reloj, el cual permitirá a su portador hablar en cualquier sitio, ya sea en tierra o agua, a distancia de miles de millas».
El escritor alemán Ernst Jünger, publicó en 1946 una novela de ciencia ficción titulada Heliópolis, donde aludía al Phonophor, un diminuto artilugio que cabía en un bolsillo, desde el que hacer llamadas y votar en comicios electorales. Al ser humano no le cuesta mucho diseñar un futuro tecnológico. Lo que resulta menos atinado es adivinar los engranajes morales que conlleva cada zancada de progreso. No sé si el lector ha visto Citizenfour, la película que se llevó el Oscar este año al mejor documental. Es la historia de Edward Snowden, que desveló las trapacerías que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense venía realizando con sus masivos espionajes del tráfico digital.
Está claro que al progreso hay que detenerlo para ponerse a hablar con él de padre a hijo. A la tecnología nos la estamos metiendo en el bolsillo en base a un acuerdo, absolutamente tácito, pero elocuente. Lo ha dicho Manuel Arias Maldonado en un artículo en Revista de libros: el usuario acepta un «recorte de su intimidad a cambio de los beneficios que procura la conectividad». Se escandalizaba un amigo al ver el selfie que su hermano se hacía en el quirófano a la hora del parto de su mujer. A las madres ya no les importa que sus bebés vengan al mundo live, ni llevan cuidado en pixelarles la carita. El debate es la línea de tiza donde situamos la intimidad.
En los primeros siglos de la Iglesia, solo los bautizados estaban presentes en la Eucaristía. Ahora los medios de comunicación llevan el misterio de la fe al rincón más insospechado. Aquí la Iglesia, que es muy sabia, conoce los beneficios de primerear a los enfermos e impedidos. Pero, ¿qué beneficio prima en el usuario común adosar su vida al tiempo virtual? El problema no es la tecnología, sino la decisión de hasta dónde permito que mi vida tenga paredes de cristal.
Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega