Jesucristo no necesita defensores. Él busca testigos. Y no es lo mismoTraumatizados por la crisis de los migrantes y la amenaza terrorista, los franceses tienen miedo de perder su identidad.
Y los católicos franceses también.
Pero ¿Jesucristo es un “valor” que debe defenderse? El Congreso Mission, que se llevará a cabo en la Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre los días 25 a 27 de septiembre, pretende responder a esta pregunta.
Es común, hoy en día, oír en Francia declaraciones como esta: “Yo soy francés y musulmán. (el escritor) Houellebecq exagera en (su libro) ‘Submisión’, pero es verdad que el Islam va de viento en popa en Francia. Cada día, el Islam progresa más en nuestro país. En breve, seremos con certeza la primera religión de Francia…”.
Este tipo de afirmaciones puede asustar a los católicos. ¿Será que nuestra Francia, de identidad tan inmersa en la cultura cristiana, puede realmente desaparecer? ¿Será que un día nuestras iglesias vacías se van a volver mezquitas? ¿Será que nuestros tesoros de arquitectura sacra tendrán el mismo destino que la Basílica de Santa Sofía, transformada en mezquita por los otomanos? Y queremos actuar sin saber cómo. ¿Cómo vamos a preservar esta antigua civilización para nuestros hijos?
Pero después de esta pregunta sobre los medios, surge la pregunta sobre los fines: si pensamos bien, esta defensa de nuestras raíces cristianas, ¿realmente se justifica? Si menos del 5% de los católicos franceses aún “encuentra tiempo” para ir a misa los domingos… ¿Sean reducidas a museos, sean convertidas en mezquitas, no van a desaparecer de Francia las iglesias católicas de cualquier forma?
La pregunta que se debe hacer, en realidad, es otra: a fin de cuentas, ¿la lucha de los católicos es buena? La tentación de defender el recipiente en vez de su contenido es grande. La tentación de defender más el arte romántico que la Redención… Pero Jesucristo no necesita defensores. Él busca testigos. Y no es lo mismo. Si lo fuera, Él habría llamado a legiones de ángeles y escapado de la Pasión. Arrancados de sus raíces, los valores más bellos que formaron Francia pierden su significado. Nuestra cultura viene a ser nada más que una lengua muerta, comprendida sólo por especialistas.
Los mártires no murieron por valores. Los constructores de las catedrales nunca ejercieron su genio en nombre de una moral, ni siquiera cristiana. Los hospitales y las escuelas no nacieron de buenos sentimientos, sino de un amor ardiente por el Dios vivo, que se hizo hombre en la persona de Jesús, que murió para salvarnos del pecado. Si esta fe no nos anima más, nuestra lucha no sólo está destinada al fracaso: ésta siquiera tiene fundamento.
Más grave aún: si guardamos para nosotros mismos esa fe que salva, no responderemos a la aspiración fundamental del ser humano a un amor de Dios.
¿Quiénes son los aprendices de terroristas de hoy si no, entre los más destacados, aquellos jóvenes franceses incrédulos, que se desviaron hacia el error absoluto del Islam radical? ¿Será que ellos alguna vez encontraron en su camino, aunque fuera una vez, a un testigo cristiano verdadero del amor de Dios?
La fe cristiana no se puede reducir a la mera muralla de protección para una cultura en peligro. Ésta no es un estandarte contra el Islam. La cruz no es una espada, sino un instrumento de tortura en que el Mesías sufrió libremente. La cruz no sale a la caza de crecimiento como si fuera una marca comercial captando nuevos mercados. La fe es nuestra razón de vivir como católicos. A quien debemos proclamar, oportuna e inoportunamente, es a Jesucristo. Fue por la fe en Jesucristo que los mártires murieron.
¿Y nosotros, franceses, moriremos por falta de esa fe?