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Por qué mi generación amaba a Thomas Merton

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Harold Fickett - publicado el 24/09/15
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Y las que vengan detrás seguirán haciéndoloThomas Merton, quizás mejor que ningún otro escritor del siglo XX, supo transmitir el amor manifestado en el cristianismo. Si se puede conocer a Dios en esta vida, de un modo personal y transformador, ¿qué podría ser más emocionante? ¿Qué historia de amor más atractiva que esta?

Merton nació el 31 de enero de 1915. Estos días, lectores del mundo entero celebran el centenario de su nacimiento. Se fue casi del mismo modo en que vivió. Fue a causa de una descarga eléctrica debida a un cableado defectuoso en el baño de un hotel en Bangkok, donde asistía a un congreso interreligioso.

Mi generación conoció a Thomas Merton a través de La montaña de los siete círculos, una autobiografía espiritual comparada a menudo a la Confesiones de San Agustín. Merton concibió su libro como un retrato de su educación religiosa. Agustín presentó un relato claramente evangélico. De la misma manera, Merton exulta con la verdad que ha encontrado.

¡Qué joven era!, Tenía una enorme sed de vida y placeres, tanto lícitos como ilícitos. Este es el secreto de La montaña de los siete círculos. Nos encontramos ante un joven que disfruta de prácticamente todos los deseos que alguien puede soñar. Es la persona que a todos nos gustaría ser.

Ama las mujeres, la bebida, los viajes y el jazz. También quiere aprender todo lo posible, pues desea ser un gran escritor. Sus pecados son desastrosos, pero ama a su familia y trata de ser siempre leal a sus amigos. Una vez que descubrió la verdad del cristianismo, reconoció a Cristo como la salvación al infierno al que le habían conducido su vida de placeres salvajes y autodestructivos.

Su vida de desenfreno se extiende desde Francia e Italia a Inglaterra y la Costa Este de Estados Unidos. También Las Bermudas, donde su padre vivía como pintor, Long Island (el hogar de sus abuelos maternos), un colegio francés donde fue acosado por sus compañeros, escuelas públicas inglesas, las universidades de Cambridge y Columbia. Es como si Merton pasara de Retorno a Brideshead al último día de El Gran Gatsby.

En el orden natural de las cosas, como admite, Merton fue un privilegiado en su intelecto, su energía, y en la posibilidad de poder tener una buena educación. Fue bendecido incluso por sus privaciones, como la temprana muerte de sus padres, que provocó que tuviera una infancia itinerante, cosa que enriqueció la experiencia de sus tragedias.

De todos modos, nada comparado con la posibilidad de conocer a Dios. Por esa perla de un valor incalculable Merton lo abandonó todo y se convirtió en monje trapense de la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní en Kentucky, el 10 de diciembre de 1941.

Él mismo contó la historia, y es una historia que convence. Su don para la narrativa personal no tiene parangón; su prosa está marcada por las descripciones poéticas de los paisajes, rápidos retratos y un ojo infalible para los detalles, algo que solo puede tener quien posee una fabulosa memoria visual.

Así fue sucesivamente contándonos su historia, llevándonos por los diez primeros años de su vida como monje en El Signo de Jonás, la mejor crónica sobre la vida monástica que he leído nunca. En ella somos testigos de lo bueno y de lo malo de la nueva vida de Merton; de lo inapropiados que eran los hábitos para él tanto en invierno como en verano. Pero también de los profundamente satisfactorios momentos en los que estaba inmerso en la liturgia. Acompañamos a Merton a través de sus estudios que le llevaron a su ordenación como sacerdote en 1949. Se le conocía en su vida religiosa como padre Luis.

La vida de Merton en Getsemaní le dio una perspectiva externa sobre el deseo desenfrenado de la humanidad por el poder y la obsesión por poseer. Se dio cuenta de que este mundo de derroche y de codicia provoca el horror. En Jonás, como he dicho, Merton visita Louisville tras muchos meses viviendo en Getsemaní. La naturaleza violenta y gratuita de la vida contemporánea en la ciudad le abrumaba. Se dio cuenta de que el mundo se había vuelto loco llevado por sus apetitos desenfrenados.

Merton anhelaba el resurgir de una cultura que fuese capaz de producir belleza y armonía social, que no se redujese a la producción masiva de productos y su consumo ostentoso.

Su punto de vista resonó profundamente en mi generación: los “boomers”. Fuimos aplastados, por nuestro narcisismo, por todo lo que está mal actualmente, y nos lo merecimos. Después de todo, los ideales de los ’60 rápidamente condujeron a un hedonismo al que siguió un holocausto consumista.

Aún así, el impulso hacia un mejor modo de vida, hacia una mayor realización del sentido de la comunidad, es universal. No estábamos equivocados al pretender esto, como hace la gente hoy, pero fallamos tratando de conectar este anhelo con algo parecido a la tradición monástica en la que Merton se basaba.

El compromiso de Merton con las religiones orientales también fue muy importante. Hay quien ve en La montaña de los siete círculos un abandono del catolicismo, sin embargo Merton nunca abandonó su devoción a Cristo. Merton se comprometió, de principio a fin, al conocimiento de Dios. No quería saber “sobre Dios”: él quería encontrarse con Dios. Sentía que Él había premiado el esfuerzo espiritual de los monjes orientales a través de los siglos con un gran comprensión de la vida interior y la experiencia de lo divino. Se dio cuenta de que el Budismo, de alguna manera, en algunas de sus formulaciones, se podría describir como “un ateísmo sublime”. Sin embargo, cuando vio a los monjes tibetanos rezando, reconoció una piedad sincera que pensó que honraba a Dios. En esto estaba muy en comunión con el diálogo interreligioso comenzado por el Vaticano II. O, como mis amigos evangelistas dirían, reconoció que toda verdad viene de Dios.

La obra de Merton conectó con mi generación a través de las fuentes de la espiritualidad católica, especialmente la Liturgia de las Horas. Nos enseñó muchas cosas sobre los carismas especiales (los dones espirituales) de varias órdenes religiosas. El modo en que podríamos, como laicos, vivir una vida contemplativa en medio del mundo. Su obra también proveyó de un programa de estudios sobre la espléndida tradición intelectual que respalda la doctrina católica.

No fue perfecto y es improbable que llegue a ser canonizado. Al final de su vida se enamoró de una estudiante de enfermería, Margie Smith, que cuidó de él en el hospital de Louisville tras la última intervención a la que se sometió. Después terminó con este romance, que probablemente nunca consumó, y volvió a sus votos monásticos. A pesar de todos sus años de disciplina espiritual, es evidente que quedó algo del rebelde y joven Tom Merton.

Merton sigue siendo un campeón espiritual, un hombre que vivió la aventura de amar a Dios. Su muerte llegó demasiado pronto, aunque lo entregó a la plenitud de lo que él esperaba desde hacía mucho tiempo. Como todos los que esperan ilusionados la venida de Cristo en su Gloria.

 

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