Los primeros cristianos tenían una fe firme en la presencia de Cristo en la EucaristíaEl testimonio de los Padres de la Iglesia, primer eslabón de la Tradición
San Ignacio de Antioquía (110 d.C.)
San Ignacio se presenta siempre muy claro. Llama a la Eucaristía “medicina de inmortalidad”, y dice: “La Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo”.
Condena a los docetas cuando afirman que Jesús no había tenido cuerpo verdadero sino solo aparente, y por ello, no querían tomar parte de la eucaristía y morían espiritualmente por apartarse del don de Dios.
“Esforzaos, por lo tanto, por usar de una sola Eucaristía; pues una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo y uno sólo es el cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, como un solo obispo junto con el presbítero y con los diáconos consiervos míos; a fin de que cuanto hagáis, todo hagáis según Dios”
La Didaché o doctrina de los doce apóstoles (60-160 d.C.)
La Didaché afirma que no todos pueden participar en la Eucaristía, ya que no se puede “dar lo santo a los perros”. Antes de participar exige confesar los pecados para que el sacrificio sea puro.
Es un testimonio claro también de que la Iglesia primitiva ya reconocía en la Eucaristía el sacrificio sin mancha y perfecto presentado al Padre en Malaquías 1,11: “Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahveh Sebaot”.
San Justino (165 d.C.)
Se le considera como el mayor apologeta del Siglo II. San Justino mantiene el testimonio unánime de la Iglesia al confesar que la Eucaristía no es un alimento como tantos, sino que es “carne y sangre de aquel Jesús hecho carne”.
San Justino con toda claridad excluye la permanencia del pan junto con la carne del Señor rechazando la consubstanciación mantenida por los luteranos.
Lo confirma el empleo que introduce San Justino para la palabra “dar gracias”; él emplea la expresión: “alimento eucaristizado”, que traduciríamos: “alimento hecho acción de gracias”.
San Ireneo (130 d.C. – 202 d.C.)
En la teología de San Ireneo la certeza de que el pan y vino consagrados son cuerpo y sangre de Cristo es evidente, y afirma que “el cáliz es su propia Sangre” (la de Cristo) y “el pan ya no es pan ordinario sino Eucaristía constituida por dos elementos terreno y celestial”.
San Hipólito (mártir en el 235 d.C.)
Se sabe fue discípulo de San Ireneo de Lyon. San Hipólito es claro al afirmar que se evite con diligencia que el infiel coma de la Eucaristía, ya que “es el cuerpo de Cristo del cual todos los fieles se alimentan y no debe ser despreciado”.
Orígenes (185d.C – 254 d.C.)
Los escritos de Orígenes, en este tema, van en la misma línea que el resto de los padres. Afirma que “así como el maná era alimento en enigma, ahora claramente la carne del Verbo de Dios es verdadero alimento, como Él mismo dice: Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.
En todos estos casos, Orígenes se refiere al “verdadero alimento” no como pan, sino como “la carne del Verbo de Dios”.
Afirma también que recibir el cuerpo indignamente ocasiona ruina para sí mismos y se refiere a la celebración eucarística como “la mesa del cuerpo de Cristo y del cáliz mismo de su sangre”.
Firmiliano, Obispo de Cesarea (268 d.C.)
“Por lo demás, cuán gran delito es el de quienes son admitidos o el de quienes admiten a tocar el cuerpo y sangre del Señor, no habiendo lavado sus manchas por el bautismo de la Iglesia ni habiendo depuesto sus pecados, habiendo usurpado temerariamente la comunión, siendo así que está escrito: Quien quiera que comiera el pan o bebiera el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor.”
San Atanasio, Obispo de Alejandría (295-373 d.C.)
“Verás a los ministros que llevan pan y una copa de vino, y lo ponen sobre la mesa; y mientras no se han hecho las invocaciones y súplicas, no hay más que puro pan y bebida. Pero cuando se han acabado aquellas extraordinarias y maravillosas oraciones, entonces el pan se convierte en el Cuerpo y el cáliz en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo… Consideremos el momento culminante de estos misterios: este pan y este cáliz, mientras no se han hecho las oraciones y súplicas, son puro pan y bebida; pero así que se han proferido aquellas extraordinarias plegarias y aquellas santas súplicas, el mismo Verbo baja hasta el pan y el cáliz, que se convierten en su cuerpo”. (San Atanasio, Sermón a los bautizados, 25)
San Cirilo de Jerusalén (313-387 d.C.)
“Sabiendo que Jesucristo asegura, hablando del pan, que aquello es su cuerpo, ¿quién se atreverá a poner en duda esta verdad? E igualmente dijo después, esta es mi sangre, ¿quién puede dudar o decir que no lo es? En otro tiempo había convertido el agua en vino en Caná de Galilea con sola su voluntad, ¿y no le tendremos por digno de ser creído sobre su palabra, cuando convirtió el vino en su sangre? Si convidado a las bodas humanas y terrenas hizo en ellas un milagro tan pasmoso, ¿no debemos reconocer que aquí dio a los hijos del Esposo a comer su cuerpo y beber su sangre?” (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógica, 4, 7).
Son muy claras las palabras de San Cirilo, obispo de Jerusalén a partir del 348, que para manifestar nuestra unión tan plena con Cristo en la Eucaristía dice que nos hacemos una misma cosa con Él…
“Para que cuando tomes el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas “concorpóreo” y “consanguíneo” suyo (un mismo cuerpo y sangre con Él); y así, al distribuirse en nuestros miembros su Cuerpo y su Sangre, nos convertimos en portadores de Cristo (Cristóforos). De ésta manera -según la expresión de San Pedro- también nos hacemos partícipes de la naturaleza divina”. (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógica, 4, 3).
“Adoctrinados y llenos de esta fe certísima, debemos creer que aquello que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo”. (San Cirilo de Jerusalén Catequesis sobre los misterios, 22, 1).
En este resumen se ve cómo los primeros cristianos tenían una fe firme en la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Emociona comprobar cómo seguimos celebrando, en lo esencial la misma Misa que Cristo instituyó, y celebraban los primeros cristianos.