Si de verdad me conozco y sé lo que quiere Dios de mí, me será más fácil abrirme, amar, crear vínculos, comprender a otrosNos da miedo mostrarnos tal como somos ante los demás. Sin máscaras. Sin barreras. Por eso cuando nos abrimos lo hacemos sólo ante aquellos que nos aman incondicionalmente y no nos van a juzgar por lo que decimos. Sabemos que van a interpretar correctamente nuestras palabras y no tenemos que medir lo que decimos.
Nos sentimos desnudos cuando contamos nuestras creencias, nuestro secreto, nuestro misterio de vida.
Cuando compartimos ese terreno sagrado del alma necesitamos que el otro nos acoja con paz. Que no nos ignore. Que no nos juzgue con su mirada, con sus gestos. Que nos escuche con atención.
Somos vulnerables al mostrar lo que hay en nuestro corazón. Nos quitamos las máscaras y los seguros. Por eso, cuando no somos aceptados, nos cerramos. Y el vínculo se debilita. Ponemos barreras para que nadie acceda.
Como leía el otro día: “Es imposible mantener una amistad real cuando nadie cree poder aceptar ayuda y ni siquiera habla de sus cosas”[1].
Es humano que nos cerremos cuando hemos sido heridos con anterioridad. O cuando no han comprendido lo que queríamos decir. O no han aceptado nuestra vida como es.
Estamos hechos de barro, somos frágiles. Somos sensibles y nos sentimos ofendidos cuando no nos escuchan con respeto, nos juzgan y condenan, cuando nos desprecian en nuestra verdad.
A veces somos muy sensibles ante las críticas y los desprecios. Pero no lo somos tanto para lo de los demás. Y podemos ofender a otros con nuestra actitud.
Si yo tuviese que contar el secreto de mi vida, mi verdad más honda. ¿Cómo lo haría? ¿Ante quién lo haría?
Si aprendo a reconocer lo que siento, lo que pienso, lo que quiero, lo que espero, lo que no deseo. Si aprendo a saber quién soy y lo que tengo que aportar. Si de verdad me conozco y sé lo que quiere Dios de mí, me será más fácil abrirme, amar, crear vínculos, comprender a otros.
Pero cuando no nos conocemos y nos duele una herida profunda cuyo origen desconocemos, es más difícil amar bien, sin querer retener, sin herir, sin despreciar. Es más difícil entonces llenar el vacío del alma.
Cuando más servimos, cuando más amamos con respeto y humildad, cuando menos exigimos a los demás, cuando menos esperamos de las personas, más recibimos.
Pero cuando nos pasamos la vida mendigando cariño, exigiendo respeto, demandando atención, exigiendo ciertas actitudes y comportamientos, rara vez obtenemos lo que deseamos.
Creo que lo que más nos cuesta en esta vida es entendernos a nosotros mismos. Escuchar la voz del alma. Sus gritos. Sus silencios. El dolor y la alegría. La nostalgia de infinito. La desproporción de nuestras reacciones. La capacidad para soñar. El miedo a perderlo todo.
Nos cuesta mucho saber por qué reaccionamos de una determinada manera. Descifrar nuestros miedos ocultos entre las sombras. Saber lo que nos gusta de verdad y lo que hacemos para que los demás nos acepten. Reconocer nuestras pasiones y aprender a convivir con ellas.
A veces no somos capaces de decir quiénes somos porque no nos entendemos. Porque no hemos profundizado demasiado en nuestra alma. Nos falta hondura, siempre pienso en ello.
Decía el Padre José Kentenich: “Tenemos muchos impedimentos en nuestro interior, tales como la ley de la gravedad, el cansancio del hombre moderno, la general falta de interés por la vida interior profunda”[2].
Por eso no sabemos descubrir nuestras necesidades. Y no percibimos con claridad el sueño de Dios para nosotros.
Y por eso, como no nos poseemos, como no aceptamos nuestra propia vida como es, con sus debilidades, con lo que nos toca vivir, nos cuesta aceptar a los demás.
Tal vez por eso nos resulta complicado descubrir lo que los demás nos quieren decir cuando nos desvelan su misterio. A veces oímos o creemos oír lo que nos dicen, pero no escuchamos. O interpretamos sus palabras y ponemos en su boca lo que no han dicho.
Nos cuesta ponernos en el lugar del otro para comprender lo que nos dice. ¡Qué difícil comprender a los demás! Su pasado, su hogar. Sus amores y pasiones. Sus desamores y desencantos. Sus éxitos y fracasos. ¡Qué difícil mirar con su mirada! Desde sus ojos la realidad tiene un color diferente.
Nos cuesta ver la vida con otros ojos. Solemos interpretar la realidad desde nuestra verdad. Y juzgamos y condenamos actitudes porque para nosotros son condenables. ¡Qué difícil construir la paz cuando no nos ponemos nunca en el lugar del otro! La paz se construye desde el respeto, desde la humildad, desde la aceptación.
Creo que para comprender a los demás tengo primero que comprenderme a mí mismo. ¡Cuánto me cuesta! Para poder ponerme en el lugar del otro, tengo que aprender a estar en paz y cómodo en el lugar en el que estoy.
[1] Verónica Roth, Divergentes (Trilogía)
[2] J. Kentenich, Hacia la cima