Escribía Juan XXIII: “Sólo por hoy no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie, sino a mí mismo”Mi conducta, mis palabras, mis incoherencias, mis pecados, pueden dañar la inocencia de aquellos que me miran. No escandalicemos a nadie con nuestras palabras o con nuestras acciones. Que mi conducta no sea causa de escándalo para otros. Creo que el escándalo es el peor daño que podemos causar a otros.
El escándalo viene provocado por nuestra incoherencia de vida, por nuestro pecado. Muchas veces escandalizamos con nuestras palabras cuando juzgamos, criticamos, condenamos.
Creo que somos motivo de escándalo cuando nuestros juicios carecen de caridad. ¡Qué importante cuidar siempre lo que decimos y a quién se lo decimos!
No tenemos que decirlo todo. No tenemos que opinar sobre todo. A veces lo hacemos para quedar nosotros por encima, para hacer ver nuestra bondad, nuestra belleza, resaltando la maldad y la fealdad de los otros.
Escribía san Juan XXIII: “Sólo por hoy no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie, sino a mí mismo”.
La crítica, la difamación, los comentarios llenos de maldad, dañan al que lo escucha y al que es ofendido. ¿Cómo son mis palabras y mis juicios? ¿Escandalizo cuando hablo?
Hay personas a las que les gusta provocar. Tratan de atacar principios sagrados para otras personas. Hieren con sus palabras. ¿No lo hacemos a veces nosotros mismos?
Nuestra lengua puede ser fuente de escándalo. ¡Qué difícil callarse tantas veces! ¡Qué fácil hablar más de la cuenta sobre los otros! Mi lengua puede envenenar los corazones que escuchan. En lugar de edificar destruye. En lugar de levantar derriba.
Mis palabras pueden ser hirientes. Mis palabras pueden provocar desconcierto. Si lo que estoy pensando no edifica tal vez debería callarme. Mi silencio es sagrado. Mis palabras muchas veces no son sagradas.
Comentaba el Papa Francisco a propósito del cansancio: “El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla o tergiversarla. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal”.
El mal de las palabras que engañan, de mis palabras que dañan, de mis palabras que confunden.
¡Cuánto bien hacen las palabras que construyen! ¡Cuánto bien hago al hablar bien de otros!
Me gusta pensar en cómo hablaba Jesús. Nunca hablaba mal de nadie. Lo que dice lo dice sin adornos. Pero sus palabras están llenas de luz, tienen vida eterna: “Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mirar la vida de manera nueva”[1].
Sus palabras construyen, crean, cambian la vida de los que escuchan. ¿Y mis palabras? A veces son destructivas y envenenan. ¡Cuánto tenemos que cuidar lo que decimos!
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica